Durante décadas, la literatura latinoamericana recibió una dura acusación: la de no producir ninguna crítica literaria auténtica, ni haber desarrollado un sistema crítico propio. En ese sentido iba el reclamo de Octavio Paz cuando afirmaba que en América Latina no tenemos “un pensamiento o un sistema de doctrinas como esa capacidad que tiene la crítica de situar a la obra en su espacio intelectual, es decir, en ese lugar donde las obras se encuentran y dialogan entre sí haciendo posible una literatura”. Esta afirmación de Paz de finales de los años sesenta llega en un momento en que, en varios países latinoamericanos, se desarrollan proyectos de divulgación, estudio y crítica literaria con una amplitud continental (como la Casa de las Américas, la Biblioteca Ayacucho de Caracas o la Revista de Crítica Latinoamericana, fundada por Antonio Cornejo Polar en 1975). El mismo Paz es un crítico ejemplar que, como afirma Guillermo Sucre, corrobora el carácter de negación de la misma crítica latinoamericana: “al negar la existencia de esa crítica entre nosotros, la está formulando y constituyendo; […] su negación se convierte en principio de afirmación”. A pesar de esto y de amplios espacios de producción crítica (universidades, revistas académicas especializadas o revistas y suplementos de divulgación), la falta de autonomía y de identidad parece ser un reproche que no se apaga.
En el caso mexicano, una sombra similar recorre la historia de nuestra crítica. Aunque desde los años cincuenta y particularmente en las dos décadas posteriores la crítica literaria proliferó gracias a la multiplicación de revistas, suplementos y proyectos editoriales, poco pudo librarse del lastre que sus detractores señalaban. Siempre flanqueada por la sospecha del amiguismo y del enemiguismo, de su parcialidad mafiosa o su oportunismo tribal, siempre ligada a los más burdos intereses personales, a la informalidad o, como afirmaba Anderson Imbert, a la conversación de café. Para Jorge Ruffinelli el diagnóstico, aun en 1990, es claro: la crítica vive en México en un estado de “tensión y esquizofrenia”. Como ejemplo de ello, Ruffinelli cita las acusaciones de José Joaquín Blanco contra la crítica académica, a la que denigra de manera vehemente: “un falso objetivismo, escrito en cubicules (español champurrado de profesorcitos en cubículo) vino a dominar las proliferantes tesis, ponencias, ensayos sobre asuntos específicamente literarios. […] En lugar de polémica y crítica, complicidad en la chamba y en la jerarquía burocrática”. A su vez, en tanto réplica indirecta a José Joaquín Blanco, Ignacio Trejo Fuentes se queja de la corrupción y la superficialidad del medio periodístico: “En nuestras páginas culturales campea el arribismo, la presencia de pseudocríticos: […] abundan los espontáneos, los oportunistas que sin rubor se erigen en críticos aun careciendo de la mínima noción de lo que eso significa, sin la preparación literaria adecuada y provistos tan solo de su arrojo irresponsable”. Ambas posturas, genéricas, no discuten sobre la naturaleza de la crítica ideal, sino sobre sus modus operandi y sus deformaciones profesionales, que son tan antiguas como el periodismo y la universidad mismas.
Ante este panorama de negación, tensión y esquizofrenia, vale la pena recordar un caso paradigmático: el de José Emilio Pacheco. Para empezar, en 1966 sostuvo un argumento de negatividad al constatar “la ausencia de crítica literaria en México”, debido a las mismas malformaciones del oficio, a los que aceptan con facilidad el halago, pero no toleran “la inconformidad ajena”. Pacheco declara: “Puesto que he subsistido gracias al periodismo literario, con la mejor intención algunas personas suponen que soy o pretendo ser un crítico. No es verdad. Me interesa, nada más, hablar de lo que me gusta. Siempre desde el ángulo de un lector vocacional, no un crítico. No es por comodidad: al elogiar lo que admiro, cubro mi obligada cuota de enemigos más ampliamente que al atacar a alguien”.
Al igual que Paz, Pacheco transforma aquí su negación en un principio de afirmación, incluso de acción, en el sentido de concebir la crítica literaria como un ejercicio de lectura vocacional. Pero además Pacheco nos da una definición interesante: “¿Qué es ser un crítico? Establecer categorías de comprensión, facilitar y compartir puntos de vista de lectura: como el trabajo de un ‘lector vocacional’. La crítica es un vínculo antes que un rechazo. No se trata, claro, de decir que todo está bien. [...] La crítica, en fin, es un género parcial, provisional, hipotético, tan difícil o más que la literatura”.
Sin saberlo, el autor fisura desde aquí la tradición acusatoria que señalábamos. Su definición, más bien positiva, se convertirá en axioma de Inventario (1973-2014), una columna en la que el oficio literario se eleva al grado de una ética de la instrucción y la difusión.
Por eso, desde entregas muy tempranas, el inicial autor anónimo del Inventario defenderá el trabajo del crítico literario ante ataques conocidos. En la sección “Péguenle al crítico”, de un Inventario de junio de 1975, Pacheco nos recuerda ese lugar común denigrante:
Nadie más criticado que el crítico sobre todo si es lo que antes se designaba, sin intención peyorativa, como un “revistero” (reviewer), el hombre o la mujer que “pasa revista” o que reseña los acontecimientos culturales y, por tanto, debe llenar una ración diaria o semanaria de espacio enjuiciando los trabajos ajenos.
Hay una imagen universal del crítico trazado por su enemigo de clase, el artista. Según este prejuicio, todo crítico es: a) incapaz de crear nada; b) resentido y envidioso; c) maligno e hiriente; d) frívolo y superficial; e) eunuco y parásito.
Evidentemente, hay aquí una fuerte dosis de ironía; la verdadera universidad artística de Pacheco fueron las páginas de suplementos y revistas (desde su época en Estaciones, en 1957, hasta Inventario). Además, la aparente guerra de clases a la que se refiere no es un simple juego retórico o un guiño marxista: es un rastro de su propia poética como defensa del anonimato, donde el autor ha perdido definitivamente la propiedad privada y exclusiva de una obra que le pertenece ante todo a los lectores y es producto de una benéfica circulación de textos.
Sin embargo, el conocimiento lúcido de su medio lo hace entender que la denostación del “revistero” es inherente a él. Al referirse a las reseñas, Pacheco nota que “hay textos de este género desdeñado que son más inteligentes, divertidos, legibles e incluso más artísticos que algunas obras presuntuosas y supuestamente perdurables. [Sin embargo], la querella continuará mientras exista gente que pinte, componga, toque, actúe, escriba, traduzca, dirija, opine”. En su defensa del crítico, el poeta-periodista en el que se convierte JEP a lo largo de los años promulga una igualdad de géneros entre la literatura, la crítica y el periodismo cultural. Todos deben ser sometidos al mismo escrutinio, a la misma exigencia ética y rigor investigativo, a través del prisma de la dignidad.
Otra muestra de esta defensa del crítico es acaso la traducción poética que hace JEP para finalizar la sección “Péguenle al crítico” que mencionábamos. Se trata de “Rezensent”, un poema de Goethe de 1776:
A la hora de comer vino un sujetoque no me molestó: lo dejé quieto
llenándole la boca de comida,
la de todos los días de mi vida.
El tipo devoró con hambre inmensa:
como postre acabó con mi despensa.
Apenas me dejó sin pan ni vino,
el diablo lo llevó con mi vecino,
quien le oyó murmurar: —qué porquería:
el guisado fue atroz, la sopa fría.
¿Un bribón, un ingrato, un marrullero?
No, señor, nada más un revistero.
La imagen de un ser grotesco, ingrato y maleducado al que alimenta el creador es la prueba clara, según JEP, del encono contra los críticos, de que “el mismo Goethe, paradigma de serenidad y equilibrio, perdió los estribos [con este poema]”.
En este caso, además del valor claramente lúdico, esta traducción poética, vertida en las páginas del
Diorama de la Cultura, cumple una función pedagógica. No ofrece solo la primera versión al español de este poema (que seguramente el columnista anónimo tradujo del inglés) con una versificación precisa (en endecasílabos); nos enseña, además, que si hay un verdadero enemigo de clase del crítico es el artista romántico, el tipo de artista que encarnaba Goethe, una de las cabezas del romanticismo alemán, que daba al creador el rango de demiurgo, en la cúspide de la contemplación y la asimilación de la Naturaleza.
Para José Emilio Pacheco, esta concepción del arte ha muerto, reemplazada por un obrero intelectual al servicio del público: el poeta-periodista que trabaja sin cesar, rodeado de libros y periódicos, compartiendo bibliografías y profesando su actitud de “lector vocacional”. Entre todos los ejemplos de esta forma pachequiana de entender el periodismo y la literatura, los versos del poema “La experiencia vivida” sirven de síntesis:
Esas formas que veo a orillas del mary engendran de inmediato
asociaciones metafóricas
¿son instrumentos de la inspiración
o de falaces citas literarias?
La experiencia creativa, en esta pregunta retórica, no puede derivar más que de un diálogo recíproco con otros textos, otras citas literarias. Nada brilla bajo el sol de la pretendida originalidad. Solo resplandece el diálogo creativo, intertextual, que entabla la voz lírica; un diálogo muy similar al que establece el crítico, al facilitar puntos de vista, de comprensión y de lectura.
Durante toda su vida, Pacheco se dedicó —como jefe de redacción, editor y columnista— a alimentar revistas y suplementos culturales. Aun así, nunca cayó en el autoelogio del mundo periodístico. Intentó en muchas ocasiones llevar el conocimiento académico al soporte de la revista de difusión cultural. Valoró, por ejemplo, como fuente importante la Revista Iberoamericana del IILI, “publicación que desgraciadamente circula casi en secreto”, que sin embargo le permite al autor de Inventario entender, en 1973, la recepción de Neruda y otros latinoamericanos en el mundo anglosajón.
Este respetuoso interés por la investigación académica se nota en el trasvase de algunas entregas de Inventario que se convirtieron por sí mismas en artículos académicos de referencia. Es el caso de “La otra vanguardia”, que aparece en dos entregas en 1978, cuando la columna ya se ha mudado a la revista Proceso. En ambos artículos, Pacheco comparte una hipótesis innovadora, que indica nuevos rumbos en la historia de la poesía hispanoamericana y, en particular, en torno a la eclosión de la poesía conversacional o coloquial o, incluso, la antipoesía de Nicanor Parra (aunque ésta se distinga de las dos primeras, pertenece a una misma revolución estética). La investigación de JEP asigna la fecha de 1922 como punto de partida, contemporánea de otras vanguardias de América. Esta fecha corresponde a la publicación en México de El soldado desconocido del nicaragüense Salomón de la Selva en el cual la distancia irónica y la autoconciencia del sujeto lírico marcan una ruptura originaria que la poesía conversacional buscará conservar: “La guerra antiheroica ha engendrado una poesía antipoética en que lo primero que se desplaza es la representación del poeta mismo como hablante. A la máscara triunfalista del creacionismo o el estridentismo, al ‘mago’, se opone el poeta como bufón y ser degradado”. De la Selva, poeta bilingüe, puente entre la lengua inglesa y la española, incorpora además “el prosaísmo de la New Poetry [así como] las antigüedades modernizadas por los poetas del renacimiento norteamericano”. Le debemos entonces al encuentro en México entre Henríquez Ureña, Novo y De la Selva el nacimiento de esta “otra vanguardia”: Novo publica La poesía norteamericana moderna (1924, antología con las primeras versiones de Ezra Pound, Sandburg y Robert Frost en español) y el poemario Espejo (1933, una “cuidadosa lectura” y asimilación lírica de Spoon River Anthology). De modo que: “Lo que Novo —un adolescente entre los 17 y los 18 años— aprende en De la Selva es la posibilidad de expropiar para los fines de la propia lengua, y dentro de su molde, la dirección poética angloamericana, como los modernistas habían ampliado inconmensurablemente el repertorio lírico castellano con recursos aprendidos en Francia”.
“La otra vanguardia”, un inventario crítico lleno de hallazgos, publicado después en Revista Iberoamericana y en Casa de las Américas, es parte ya de la historia literaria. No es casual que el mismo JEP se sienta identificado con estos precursores: como De la Selva, JEP tradujo la Antología griega y muchísima poesía estadunidense; toda su poesía es claramente conversacional. Lo cual confirma la vitalidad de su credo poético: “No leemos a otros: nos leemos en ellos”.
En suma, la defensa crítica de Pacheco implica un gran apego a sus propios valores éticos y estéticos, una declaración de principios mantenida con fidelidad. La poética de Pacheco es sorprendentemente coherente como praxis, un rizoma que rehúsa la verticalidad y enlaza, en un mismo horizonte, crítica y difusión literaria, lectura, traducción y creación poéticas. Todas estas vertientes confluyen en Inventario para lograr un objetivo: servir al público, es decir, reunir a cabalidad las lecturas personales para entregarlas y sembrar esos mismos vínculos en el lector de suplementos y revistas. Orientar sin protagonismos. Conducir, de manera lúdica y formativa, al lector desde las revistas hacia los libros, y viceversa. Con su Inventario, José Emilio Pacheco parece defender que la verdadera labor del crítico no es aplastar o ensalzar la vanidad de los artistas, ni separar la paja del trigo, sino democratizar desde la categoría más relacional de lector, traer al telar los hilos, para tejer una trama ínfima de ese tapiz siempre mudable: el de la historia de la lectura y la literatura.