José Luis Ibáñez partió hacia otros escenarios el 4 de agosto del 2020. Tuve la fortuna de conversar con él doce años antes de éste su viaje sin boleto de regreso. En aquel 2008, nada fácil resultó esa charla. Desconozco qué momento íntimo, personal, estuviese viviendo el maestro egresado de la primera generación de la carrera de teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
Recuerdo que lo percibí incómodo en su silla, con pocas ganas de hablar de sí mismo, sentado frente a mí, en el estudio de Radio UNAM, como invitado de mi programa Retrato Hablado. Ahora que volví a escuchar su voz, a una década y dos años de distancia, creo que, detrás de ese aparente rechazo, lo que había era la timidez de esa persona que se consideró siempre “mal colocado en la vida”, y de cuyo carácter no se sentía orgulloso.
Pero lo que inició, para mí, como un acercamiento a un cactus, o a un ser rodeado de espinas de protección, fue mutando hacia una entrañable confesión de profundidades insospechadas. Luego de cruzar la visita a su infancia, tal vez la etapa más dolorosa para él, Ibáñez empezó a bajar la guardia, y se permitió fluir con su historia.
He aquí un fragmento de una muy larga charla de dos horas, que se transmitió en agosto del 2008. Como homenaje a la memoria del maestro, Radio UNAM retransmitirá, del 10 al 13 de agosto a las 17:00 horas, por ambas frecuencias, la serie completa que consta de cuatro partes.
Aquella tarde del 2008, así inició este diálogo con José Luis Ibáñez, docente, director y traductor de teatro clásico, novohispano, comedia musical y ópera:
—Nace usted el 18 de febrero de 1933 en Orizaba, ¿pasó ahí toda su infancia?
Viví en Orizaba desde que nací en 1933, hasta 1945. Terminé la primaria y ya estaba todo arreglado por mis padres para que viniera con mi hermano a estudiar la secundaria en la Ciudad de México. Era un destino con el cual ellos me habían familiarizado, trayéndome muy seguido aquí. En ese tiempo no se acostumbraba tanto venir, pues no había las facilidades de comunicación de hoy. Pero mi padre, por razones de su trabajo como jefe del departamento de contabilidad de la Cervecería Moctezuma, debía viajar con frecuencia hacia el Distrito Federal y nos traía. Entonces, cuando entré a la secundaria en el Distrito Federal, me sentí confiado. No fue brusca la adaptación, pero después no ha dejado de volverse más difícil la vida aquí, como nos consta.
—¿Cómo y con quién transcurre su infancia en Orizaba?
Con muchas facilidades, seguridades, comodidades que mis padres me dieron y que me hicieron no darme cuenta de nada y que, como los maridos engañados de las novelas, el último que se enteraba de todo era yo. Esa, desgraciadamente, fue mi situación. Entonces, ir despertando a las necesidades de la vida fue algo que cada vez se fue haciendo más intenso, inevitable y dramático de lo que yo hubiera pensado nunca. De ese pasado ahora tengo una imagen muy distinta de la que en su momento fue.
—¿Cuál es?
Que en Orizaba fui creciendo con muchas actividades y pensé que eran como la respiración, algo inseparable. De pronto, cuando regresaba a pasar vacaciones allá, fui descubriendo que todo eso se iba acabando, y conforme mi generación se fue volviendo adulta, iba desapareciendo aquel paisaje. A partir de ahí, todo fue como un desvanecimiento, una disipación de lo que era la materia primera de mi vida. Entonces, de esos primeros 12 años en Orizaba, tengo la memoria de un sueño, afortunadamente muy agradable y, después, de un despertar que progresivamente ha sido cada vez más doloroso al darme cuenta cómo es el mundo y la ciudad donde hoy vivo.
José Luis Ibáñez, es fundador de la carrera de Arte Dramático en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; esa disciplina nació como una especie de apéndice de Letras Españolas. El programa de estudios fue diseñado por Rodolfo Usigli, en colaboración con otros ilustres de esa época. El maestro Ibáñez impartió, hasta el final de su vida, la especialidad de Teatro en Verso en la Escuela de Teatro de esa Facultad.
Ibáñez se definió como “un ser con vocación de teatro”. Abrazó todos los géneros de la escena, incluso la ópera. Montó La Traviata, de Guiseppe Verdi, y La bohème, de Giacomo Puccini, en donde no cosechó muchos aplausos. Pero no tuvo miedo al fracaso; quizá por ello pudo transitar del teatro del Siglo de Oro español al de vanguardia, atravesando por la comedia musical, con la cual hizo largas y exitosas temporadas, dirigiendo a actrices como Silvia Pinal, Rita Macedo, Julissa, Jacqueline Andere y Angélica María, entre otras.
Comprendió que la expresión teatral es una sola; que lo importante es la calidad del conjunto sobre el escenario, por ello consiguió brillar cuando dirigió piezas clásicas como El Tartufo, de Molière, El Cantar de los Cantares, en versión de Fray Luis de León, o La gatomaquia, de Lope de Vega. En su muy plural historial sobre el foro, se deslizó también por la tarea de traductor de dramaturgia de piezas como Juguetes olvidados, de Lillian Hellman. Realizó la adaptación cinematográfica de tres obras literarias; una de ellas, Las dos Elenas, de su amigo Carlos Fuentes.
Hizo mucho, mucho más el maestro Ibáñez. Falta espacio para mencionarlo. Por ahora, revivo otros pasajes de aquella entrevista del 2008:
—¿Agradece usted aquella infancia cómoda, alejada de problemas?
Más que estar alejada de problemas, yo no me daba cuenta de ellos. Sin embargo, no tengo más que agradecimiento de todo lo que viví por aquel tiempo, pero si usted fuera el demonio y me ofreciera la oportunidad de regresar, ni 24 horas retornaría. Lo que ya viví, ya lo viví. En eso siempre he sido congruente con la tarea teatral, que es así: termina la función, y de repente, voltea uno y ya no hay ni decorado, mucho menos público. El teatro y mi vida —como la he llevado— me han fomentado ese espíritu de reconocer que lo que se fue, se fue; que cada día vivo experiencias efímeras y que la inclinación a preservar lo que acaba de pasar o lo que ha pasado en otro tiempo se contradice con esa naturaleza de que algo que ocurrió, ya se fue, se fue y se fue. En cambio tengo agradecimiento de haber podido vivir muchos años; agradecimiento por la paciencia que me han tenido las personas con las que he trabajado y han sido mis amistades o mis compañeros, pero sé —y ahora me queda clara conciencia de ello— que he sido una persona muy latosa. Para nada estoy orgulloso de mi carácter, de veras. Guardo enorme gratitud y orgullo de muchas cosas, pero no de mí mismo.
—¿Cuando niño, ¿a qué jugaba?
Yo nunca jugaba. Jamás jugué...¡nunca!
—¿Al teatro tampoco?
Me di cuenta que quería hacer teatro hasta ya muy adulto. Yo no he vivido más que una cadena de equivocaciones. Por eso no tengo tantas ganas de contarle más; ojalá que no me pregunte de mi pasado, porque no se lo voy a contar; ya lo pasé.
—Entonces, ¿leía?
Lo que haya hecho en mi infancia y adolescencia, ahí debe estar. No tengo muchas ganas de reconstruirlo. Lo que sí le puedo decir es que desde que empecé a crecer fui extraño, raro, huraño, aislado, complicado... ¡incomunicado! Evidentemente era una persona mal colocada en la vida y no me daba cuenta. Pero yo... si quería jugar con mis compañeros no podía. O sea, es una historia triste de desadaptación de persona.
Como usted, lector, constata, a José Luis Ibáñez le resultaba doloroso mirar hacia su pasado. Fue un rasgo permanente de su personalidad. En 1980, en entrevista con Carmen Galindo para la Revista Universitaria de Teatro, Ibáñez —reconocido con la Beca Nacional de Creadores— decía:
“El recuento y la revisión de la experiencia es algo tan difícil que me causa angustia, la angustia de que entre tanta palabra, y tanto recordar lo que he hecho de aquí para atrás, no esté diciéndole a los alumnos de teatro que vienen: ‘haz lo imposible por salirte con la tuya de una manera ética, y que te cueste darle un pisotón a los demás”.
—Entonces hablemos de teatro. Era 1954 cuando, a los 21 años, debuta como asistente de un director: Héctor Mendoza.
En 1954, cuando se abrió la Ciudad Universitaria, ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL), en la especialidad de Arte Dramático. Y, como siempre me pasa en la vida, no tengo la menor idea de lo que voy a hacer aunque lo quiero hacer. Entonces, sabía muy bien que no tenía aptitudes, porque en mi vida he ido comprobando qué imperito soy: no puedo dibujar, no sé escribir; me gusta mucho leer pero eso no significa que pueda escribir. Y lo que sí fue sucediendo es que la FFyL fue abriéndome puertas y caminos que yo ya estaba acostumbrado a que siempre estuviesen cerrados. Entonces, ingresar a la Facultad sí despertó en mí ciertas posibilidades de reacción que me hicieron vivir, sin detenerme. Y cuando me di cuenta, ya estaba yo instalado en quehaceres de la escena, pero no era propiamente ayudante de director. Lo que pasó es que tuve unos maestros que me dieron su mejor voluntad y su aprecio espontáneamente, lo cual fue una novedad para mí, porque estaba yo muy acostumbrado a que de todos lados me hacían el fuchi, merecidamente, ¿no? Iba yo comprobando mis ineptitudes y se acumulaban las horas y me preguntaba: “¿Qué voy a hacer en la vida si sigo así? ¿Por qué no hay nada en lo que me vea apto?”. Y, aunque eso se lo razono hoy así, porque no eran esas mi palabras y mis cuestionamientos entonces, resultaba que siempre me sentía cada día más impedido. Pero de pronto la Facultad y su vida me hicieron sentir de manera contraria. Y fue en el escenario donde de pronto empecé a encontrar que, cualquier cosa que me pedían, la hacía yo con algún grado de aptitud que me permitía tener una nueva petición. Pero no era un ayudante, era yo un simple aprendiz, como lo sigo siendo porque, eso sí le digo a usted, a estas alturas, ya muy grande de edad, sigo viviendo todos los días con las mismas ganas de aprender lo que no sé.
Ibáñez egresó de la Escuela de Teatro de la FFyL y le puso sello personal a su labor como director y forjador de actores. Reconocía que no quiso seguir a nadie, que había buscado su estilo de trabajar que se caracterizó por mucha disciplina y rigidez consigo mismo y con los demás. El profesor Ibañez hizo televisión, tanto universitaria como comercial. Su estancia en Casa del Lago fue larga y fructífera: primero como miembro de Poesía en Voz Alta, y luego coordinando el Cine Club de esa Casa. En el ámbito sonoro, realizó la investigación para la grabación de pasajes de obras de Sor Juana Inés de la Cruz, Jaime García Terrés y Miguel León Portilla para la colección Voz viva de México.
—Se califica usted de poco apto para muchas cosas, pero hizo ópera, teatro musical, dirigió por igual obras del Siglo de Oro, o varguardistas...
Bueno, eso quise decirle cuando expresé que agradezco que me hayan permitido acumular tanta experiencia; usted no se puede imaginar con qué grado de sinceridad digo que agradezco a todos el caso que me hicieron gran cantidad de personas implícitas en esa lista. Y cuando me piden mi curriculum vitae, ese es mi acto de agradecimiento, que ahí van no solamente las personas que ya son conocidas, sino tantos desconocidos que contribuyen, todos los días, a que cada uno de nosotros haga lo que va acumulando en su vida. La mía ya va siendo muy larga porque cuento con 75 años; entonces, no tengo más que intensa conciencia a diario de la cantidad de personas y acciones que me ayudan a llegar hasta acá, en más o menos buen estado.
—¿Quiénes son esas personas?
Pues todas las que están implícitas en esa lista de mi historial de vida profesional, que suma medio siglo de experiencia teatral continua. Hasta hace muy pocos años, yo no me detenía a pensar qué trabajo iba a hacer porque ya todo estaba decidido para que yo dirigiera dos o tres obras al año y, a veces más; al mismo tiempo he dado clases toda mi vida hasta la fecha. Ahora, ya no figuro en las opciones de los productores de teatro; eso es natural y así lo acepto. Pero tengo el gusto de que pertenezco muy intensamente, por fortuna, a la vida de nuestra Universidad en la misma Facultad por donde todo empezó. Y esa vida es la que vivo cada 24 horas con todas las ganas.
Precisamente la curiosidad y las ganas de saber fueron el motor del maestro Ibáñez. Como miembro del Colegio de Literatura Dramática y Teatro impartió durante casi seis décadas el taller de actuación y dirección. En 1995 organizó una serie de lecturas del poema Primero sueño, de Sor Juana Inés de la Cruz, que se transmitieron por Radio UNAM. En el año 2000 viajó a Israel para encargarse de la Cátedra Rosario Castellanos, en la Universidad Hebrea de Jerusalén; también ahí dictó conferencias sobre Octavio Paz, Alfonso Reyes y Rodolfo Usigli, sus maestros.
En la comedia musical, Ibáñez montó once obras. Mame, de 1973, y Sugar, en el 75; Anita es un tiro, del 76, así como Papacito piernas largas, de 1977, fueron exitosas y con enormes temporadas en cartelera. Con Un gran final se anotó el mejor de sus éxitos en ese género, en 1992. Cerró su etapa de teatro musical con Hello, Dolly! en 1994, con vítores. En 1999 impartió un curso sobre comedia musical en el Colegio de Teatro de la FFyL.
—La gente del teatro universitario a veces cree que actrices como Julissa, Silvia Pinal, Jacqueline Andere, son superficiales...
¡No! Son torres. Primero que nada, nunca se engañaron respecto de su vocación; cada una es distinta y tiene trayectorias y logros. No se confunden jamás, pero las tres tienen en común que nunca se equivocaron en su vocación. Sabían que eran primeras figuras desde que nacieron y fueron asumiéndolo; encontraron su órbita muy pronto y fueron asumiéndola. ¿Usted se imagina a María Félix haciendo la lucha en otra cosa? Pues no. Ella inmediatamente entró en su órbita. Como Silvia Pinal y las demás. Y los directores de pronto se dieron cuenta del oro puro que eran ellas; han sido campeonas afortunadamente.
—Y la ópera, ¿qué tal?
Bueno, hice dos intentos. También tuve suerte, empecé por lo más admirable: La bohème y La Traviata. Y, como en las comedias musicales, obtuve todos los respaldos para mi trabajo. Pero para ser director de ópera hay que estar todo el tiempo ahí, y yo no podía. Con esas dos óperas me di cuenta de que necesitaba aprender más y tomé la decisión, respetuosa, de que esa no era mi aptitud y que quizá podría conseguirla, pero tendría que cambiar de ocupación; esa fue la reflexión que hice por mi lado. Y del lado de los productores de ópera, ellos dijeron: “este es un chambón, que se regrese a sus filas donde le dan chamba”, y así fue. Nos pusimos de acuerdo y ya no volví a hacer ópera.
—Pero ¿lo bailado quién se lo quita?
Claro, quién me lo quita. Yo de ninguna experiencia me arrepiento. Finalmente de eso se trata la vida ¿no?
ÁSS