Juan Villoro: “Llegué a pensar que él era un agente soviético”

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En su libro más reciente, el autor de ‘El disparo de argón’ confronta literaria y emocionalmente a su padre, el filósofo Luis Villoro, un hombre que prefería las ideas más que los afectos.

Juan Villoro, escritor y periodista mexicano. (Foto: Araceli López | MILENIO)
Guadalupe Alonso Coratella
Ciudad de México /

Desde la Odisea hasta Los hermanos Karamázov, de Dostoyevski; de Carta al padre, de Kafka, a Pedro Páramo, de Juan Rulfo, la figura del padre en la literatura ha sido una presencia recurrente. La filosofía también se ha ocupado profusamente del tema. Freud habló de “matar al padre”, mientras que, para Lacan, padre “nadie lo ha sido nunca por entero”. “Con el advenimiento de la burguesía”, dice Élisabeth Roudinesco en su ensayo La familia en desorden, “el padre devino patriarca”. El tema es inagotable. La influencia que el padre ejerce en su descendencia sigue dando páginas memorables. Es el caso del reciente libro de Juan Villoro, La figura del mundo (Random House), un testimonio entrañable que sin duda dejará una marca en el trayecto del escritor. Quizá porque, como se dice, aquí aventó el alma.

—¿Desde qué lugar emprendes este diálogo póstumo con tu padre?

Hay muchas maneras de enfrentarse con los seres queridos, que no dejan de ser las personas más misteriosas que conocemos. Muchos autores escriben movidos por un deseo de revancha. En mi caso, no quise hacer un ajuste de cuentas, pero tampoco una hagiografía. Hay heridas, pero me pareció importante narrarlas una vez que estuvieran cicatrizadas. Por eso tardé tanto en escribir el libro. La vida produce roces, pero el entendimiento los cicatriza. Y comprender al otro implica verlo en sus luces y sus sombras; con los datos que aporto, otros lectores podrán interpretar a mi padre a su manera, sin coincidir necesariamente conmigo.

—¿Cómo fue el proceso de escribir este libro?

Me parecía importante escribir de mi padre sin escribir de mí, o solo escribir de mí en la medida en que fungía como testigo. Mantener esa perspectiva era importante para no caer en la crónica selfie, que está tan en boga. Por otra parte, tuve desacuerdos fuertes con mi padre y creo que cometió errores, aunque también fue una persona admirable. Quise mencionar puntos de conflicto, pero desde una zona en la que lo comprendía. Los hijos debemos hacer un trabajo unilateral para entender a los padres; si solo juzgas el afecto y los beneficios que te dieron, te quedas corto. Es importante aquilatar sus limitaciones como algo que no necesariamente nos lastima. En mi caso, este proceso tenía que ver con un trasvase de personalidades. Mi padre se dedicaba a la filosofía y era muy racional, yo me dedico a la literatura, que depende de emociones. Entender a mi padre a mi manera implicaba escribir de una persona reservada en clave afectiva. No sé si el libro le gustaría; sé que lo pondría nervioso, y eso me parece suficiente.

—¿Por qué “la figura del mundo”?

Mi padre se refirió varias veces a la manera en que ciertos pensadores logran entender la constelación de sentidos que define la realidad. Usó la expresión de “La figura del mundo” para aludir a sor Juana y a los pensadores del Renacimiento. Le fascinaba pensar que detrás del caos de la realidad había una figura que la definía. Por eso el subtítulo del libro es El orden secreto de las cosas.

—Eres nervioso pero observador, dices ya avanzado el libro. Hay detalles como el pañuelo que usaba tu padre que ayudan a afinar el retrato de un personaje, como en cualquier novela. ¿Cómo recreaste a un personaje como tú padre?

Mi padre repudiaba las anécdotas, los chismes, los detalles personales. Tal vez por eso a mí me interesa tanto saber cosas privadas de la gente. Cuando abordas a alguien en plan literario, no solo escribes de lo que sucede sino de lo que podría suceder; hablas de la vida íntima, los sueños e incluso la vida secreta. Mi padre actuaba como si no tuviera historias personales, por eso me parecía tan importante descubrirlas. Cuando murió, en 2014, muchas personas se acercaron a contarme cosas de él. La muerte no cierra la puerta: deja abierto un resquicio para las memorias. Gracias a las cosas que escuché, completé el retrato de una persona que tenía una vida pública muy rica, pero que era muy hermético en su vida privada.

—¿Cómo sobreviviste a la figura de un padre sobresaliente, poderoso?. ¿De qué manera te deslindaste para trazar tu propio destino y, al mismo tiempo, conservar la cercanía tanto en lo personal como en términos profesionales?

Los hijos tenemos una compulsión a repetir a los padres o a rechazarlos por completo. Freud dice que hay que matar simbólicamente al padre. Prefiero lo que dice Jodorowsky: hay que absorberlo. Según entiendo, no se trata de incorporarlo por entero a tu vida, sino de asimilar lo que te conviene de él. Nunca quise compararme con mi padre, pero no me importa que otros me comparen con él. Fue una persona espléndida y hay muchas maneras de demostrarlo; lo decisivo era saber que había sido una persona espléndida para mí, en el campo donde el hijo encara al padre. Solo al escribir La figura del mundo entendí lo mucho que le debo en el plano que menos mostraba: los afectos. Recuperar la vida en común me permitió descifrar que ciertos actos en los que no había reparado eran pruebas de cercanía emocional. Escribir es un proceso de autodescubrimiento y esa transformación me resultó decisiva.

—Infancia es destino. Tu padre prefería las ideas a los afectos. ¿Cómo te marcó este padre austero que buscaba el sentido de la vida?

De niño me costaba trabajo entender a qué se dedicaba. Llegué a pensar que era un agente soviético porque tenía prohibida la entrada a Estados Unidos, actuaba con total sigilo, era de la UNAM y la televisión decía que los comunistas se habían infiltrado en esas aulas para impedir las Olimpiadas. Tener un padre que actúa pensando en otra realidad es extraño para un niño, pero en cuanto comencé a leer iniciamos un diálogo que no se interrumpió. Necesitaba un talismán para llegar a él y lo encontré en los libros.

Juan Villoro: "La memoria no es ajena a la imaginación". (Foto: Araceli López | MILENIO)

—A la historia de tu padre la atraviesa otra, la del México que vivió. ¿Qué representó México para él? ¿Cómo se acercó al México profundo y cómo surgió su interés por el indigenismo?

Quise escribir un libro íntimo que al mismo tiempo trazara un panorama de las luchas sociales de México. Mi padre estuvo en la fundación del PP con Vicente Lombardo Toledano, apoyó la Revolución cubana, participó en el movimiento estudiantil del 68 y en la reforma política de 1977, militó en el PMT y fue asesor de los zapatistas. Estas causas definen al México del siglo XX. Detrás de todo eso había un componente personal. Él nació en Barcelona y creció en Bélgica. Vino a México porque la Segunda Guerra Mundial le impidió seguir estudiando en Europa y porque su madre era de aquí. El país le pareció horrendo: injusto, desigual, violento. Pero encontró algo que lo cautivó: los pueblos originarios, tanto los del pasado como los del presente, que vivían en el “México profundo”. Como no tenía acceso directo a ellos, estudió a sus intérpretes, los frailes ilustrados y los primeros antropólogos. Así nació su primer libro: Los grandes momentos del indigenismo en México. Lo singular es que después del levantamiento zapatista el destino le dio la oportunidad de ser, también él, un intérprete directo de los indios. Su arco de vida se cerró así: lo que en la juventud fue una preocupación teórica, en la vejez se convirtió en una vivencia.

—¿Cómo fue la relación de tu padre con el subcomandante Marcos? ¿Cuál era la visión que Luis Villoro tenía de la izquierda en México?

Mi padre admiraba profundamente a Marcos (ahora Galeano), por su rectitud, por su inteligencia, por su capacidad discursiva, por su incorporación al mundo indígena. En el libro hay un pasaje muy revelador en el que habla de la importancia de combinar la política con la ética, de actuar para dar ejemplo, no para obtener el poder. Marcos y los zapatistas representaban para él ese ideal.

El mayor desafío para la izquierda, según él, era luchar por una democracia directa, donde se manda obedeciendo, a diferencia de la democracia representativa, así como ciudadanizar la política, jubilando a los profesionales de la grilla, y ejercer la autocrítica.

—Dices que lo narrado en este libro te define más a ti como autor que al protagonista retratado. ¿Qué descubres de ti mismo mientras hablas de tu padre?

Los datos están ahí, pero yo los interpreto, las acciones son de mi padre, pero los adverbios son míos. Mi mayor descubrimiento es paradójico: al escribir de mi padre descubrí lo mucho que le debía a mi madre. A medio camino de la escritura entendí que estaba narrando con su mirada; ella me enseñó a verlo así, a pesar de que se separaron cuando yo tenía nueve años. Esta especie de “romance póstumo” me cautivó. Por eso el libro está dedicado a ella y por eso ella tiene la última palabra.

—La figura del mundo es un libro atravesado por la memoria: lo que ha dejado quien se muere, las voces que van moldeando la figura de quien ya no está. ¿Cómo fue tu experiencia de recuperar esta memoria, tejer los hilos sueltos que ha dejado quien ya no está presente?

La memoria no es ajena a la imaginación. Para recuperar recuerdos necesitas situarte mentalmente en el pasado, y eso se logra creando historias. Hay cosas que olvidas y seleccionas lo que te importa. Recordar es siempre una operación narrativa, aunque no seas escritor. Lo más importante para mí era qué hacer con los recuerdos, cómo tratarlos. Entendí que debía ser fiel a mi manera de entender las cosas; por eso hay bastante humor en el libro. Descubrí que si no me podía reír de mí mismo y del pasado no podría contarlo. Cuando mi obra de teatro El filósofo declara se puso en escena, me preocupaba la reacción que tendría mi padre. La pieza trata de la neurosis de los filósofos y citaba frases de mi padre y de sus amigos. Temía que se ofendiera, pero pasó todo lo contrario. Se rio con tanta fuerza que se tuvo que poner un pañuelo en la boca para contenerse. No olvidé ese gesto al recordar nuestra vida en común y me sentí autorizado a incluir el humor.

—Uno lee el epígrafe, un poema de Jaime Sabines: “Yo no lo sé de cierto. Pero supongo”, y solo al final comprende por qué lo elegiste. ¿Por qué decides terminar el libro con un diálogo entre tú y tu madre?

No hay juicio más severo ni auténtico que el que una ex pareja puede tener de ti. Se trata de alguien que te conoce a fondo y que no debe guardar las formas. A lo largo del libro me sorprendí reaccionando a la manera de mi madre y comprendí que el veredicto final debía ser suyo. A fin de cuentas, yo provengo de esa relación malograda. Al saber que yo escribía un libro, ella me dijo cosas que nunca antes me había dicho (la gente se motiva cuando las cosas van a estar escritas); fue bastante dura pero también creí entender que había encontrado una manera de amarlo a la distancia. Hay muchos poemas y boleros sobre el despecho, pero muy pocos sobre el amor que perdura más allá de la convivencia. Mi madre me reveló ese tipo de amor. Lo interesante es que no está de acuerdo conmigo. Yo escribo el libro, pero ella (o el lector) lo interpreta a su manera.

—¿Qué te removió esa conversación?

Me conmovió que alguien con tantos motivos para actuar de un modo, actuara de otro. Mi madre conocía minuciosamente las fallas de mi padre. Las tomó en cuenta y las analizó, pero no les hizo caso. A la distancia, construyó una imagen positiva y se enamoró de eso, de lo que pudo ser. Me parece una historia romántica muy fuerte, pero ella, siempre rebelde, no la confirma.

—Un padre que te llevó al futbol, un padre que tuvo una taquería con su amigo Heberto Castillo, un padre estoico, admirador de Gandhi, filósofo reconocido y muchas facetas más. ¿Cuál dirías que fue la gran lección que te dejó?

Fue una persona intachable que parecía no tener secretos afectivos. Guardó sus emociones bajo llave. Supo que yo me interesaba en abrir la cerradura y actuó como filósofo: no me dio la llave; me estimuló a pensar por cuenta propia para encontrar la llave.

AQ

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