Con su segunda novela, la escritora, periodista y crítica de arte estadunidense Katie Kitamura (1979) alcanzó un notable dominio narrativo que la elevó por encima del ruido ensordecedor que satura la producción literaria en la actualidad.
Si con The Longshot (2009), su vigoroso debut situado en la órbita de las artes marciales mixtas que funciona como una dolorosa odisea de autoconocimiento para los dos personajes centrales (Cal, un joven luchador, y Riley, su amigo y entrenador), la autora mostró un músculo bien entrenado para propinar golpes certeros como novelista, con En el bosque (2013) despejó cualquier duda que pudiera haber sobre su energía y su talento.
Ambientada en un país sin nombre que por ciertas pinceladas geográficas que se le conceden podría ubicarse en África, Latinoamérica o el subcontinente indio, aunque yo me inclino por la segunda opción pese a que esto a fin de cuentas carece de mayor relevancia, En el bosque es una parábola demoledora y espléndidamente escrita sobre los estragos del colonialismo y los excesos de las insurrecciones sociales y además, o quizá antes que nada, una indagación sobre la crueldad que consigue un impacto profundo y perdurable. Crueldad en el vínculo filial establecido entre Tom, un joven huérfano de madre desde temprana edad, y el patriarca innominado en quien encarna el espíritu telúrico de las tierras que conforman su vasta propiedad cercana a una frontera que más bien funge como metáfora limítrofe. Crueldad en el triángulo más sexual que amoroso creado entre Tom, su padre y Carine, una chica que renuncia a una existencia rayana en la prostitución solo para convertirse en el centro de una violación tumultuaria ocurrida durante la erupción de un volcán que constituye uno de los episodios más sobrecogedores no solo de En el bosque sino de la novelística contemporánea. Crueldad, por último, en la manera en que la rebelión de nativos que comienza a gestarse como telón de fondo del relato pasa a ocupar el primer plano en el tramo final en medio de una masacre que la autora registra con la prosa quirúrgica que ha patentado:
“En los árboles que flanquean el camino hay cuerpos colgados. Parecen espectadores a los que hubieran obligado a mirar y que no hubieran encontrado interesante el espectáculo. Tienen los pantalones por los tobillos y sus caras están petrificadas. Bocas rellenadas con sus propios testículos, abiertas con sorpresa y horror. Sus penes yacen marchitos a sus pies”.
La admirable fuerza eléctrica que recorre las páginas de Una separación (2017), la tercera novela de Kitamura, podría quedar sintetizada en esta idea iluminadora que la narradora sin nombre expone hacia la conclusión del libro: “Quizá ‘esposa’ y ‘marido’ y ‘matrimonio’ son tan solo palabras que ocultan realidades mucho más inestables, más turbulentas que las que alcanza a contener un puñado de sílabas o cualquier cantidad de material escrito”.
Viaje al fondo del ocultamiento —en efecto— que caracteriza al menos una parte de la vida en pareja, Una separación cuenta una historia que destila una transparencia similar a la de las aguas del mar que baña Gerolimenas, la localidad griega ubicada en el sur del Peloponeso donde se desenvuelve el tejido de una trama hábil y cargada de tensión, pero solo para revelar una sima de oscuridad existencial que se va adensando a medida que avanzan las pesquisas de la narradora en su afán por localizar al esposo seductor del que está a punto de divorciarse para formalizar una nueva relación sentimental y que ha desaparecido en medio de una nube de infidelidades y secretos eróticos sin dejar más que una estela de rastros enigmáticos entre los que sobresale una investigación interrumpida sobre ritos funerarios en diversas partes del mundo.
Eficaz y elegante, con un innegable poder de sugestión que deriva de una aguda capacidad de observación del comportamiento humano, la prosa de Kitamura se pone al servicio de una mujer que atestigua con angustia y asombro cómo la fachada marital construida inicialmente con cariño se empieza a venir abajo para exhibir los escondrijos que suelen pasar inadvertidos en la convivencia con la persona amada. El engaño de las apariencias en los vínculos afectivos, las trampas del lenguaje íntimo, la presencia insidiosa de la muerte que destruye la cotidianidad y reafirma el imperio de la incertidumbre: Una separación registra todo esto con impecable pulso literario.
La cuarta y más reciente novela de Kitamura ratifica mi certeza de que nos hallamos ante una de las mejores representantes de la narrativa estadunidense de hoy día. Ambientada en La Haya, una ciudad que poco a poco se transfigura en una verdadera terra incognita plagada de riesgos sombríos que acechan bajo la aparente limpidez neerlandesa, Intimidades (2021) da voz a una mujer innominada que trabaja como intérprete en la Corte Penal Internacional y que por ende se asoma día a día al abismo insalvable no solo entre distintos idiomas sino entre lo que las personas pretenden ser y lo que en realidad son. El hecho de que la protagonista carezca de nombre —al igual que el país y el patriarca de En el bosque y el personaje principal de Una separación—, es decir de una identidad llamémosle definida, resulta sumamente significativo, ya que contribuye a acentuar los sentimientos de desarraigo, desubicación y desfase existencial que iluminan con intermitencia de relámpagos una trama surcada por seres inquietantes, algunos de ellos abiertamente siniestros. Esa inquietud es transmitida con destreza y sutileza ejemplares por la prosa de Katie Kitamura, ceñida como uno de los puños que fulguran en The Longshot y capaz de transformar una cena con solo tres comensales en un evento cargado de atisbos ominosos y gran tensión emocional. Las variadas nociones de intimidad a las que alude el título del libro son examinadas por la narradora con una mirada minuciosa, cabría decir entomológica, que se preocupa por enfocar no tanto las superficies que la atraen como las rugosidades que las caracterizan.
Radiografía puntual del exilio tanto geográfico como interior, Intimidades confirma a su autora como una experta en el arte de la disección de la conducta humana llevada a situaciones extremas de alienación y confusión afectiva que fisuran la fachada cotidiana para evidenciar los secretos que se intentan mantener en vano a buen resguardo. Una novela pródiga en claroscuros misteriosos como los cuadros que la protagonista admira en la Galería Real de Pinturas Mauritshuis en un capítulo memorable.
ÁSS