Hace tiempo que el teatro ha dejado de ser para los consagrados, sin que esto haya conseguido que las barreras invisibles entre los distintos grupos hayan dejado de levantarse. Siempre han estado los elegidos y los que así se conciben, pero también quienes encuentran el modo de hacer lo que se proponen desde el escenario sin mayor alarde, como los integrantes de Aguacate Teatro que, desde un breve foro, al fondo de un establecimiento de diseño, expresan con urgencia el peso del silencio, de la hipocresía y de la carga que cada persona lleva en secreto para sobrevivir en una sociedad que busca aparentar armonía.
La diversidad de pequeños espacios en el territorio citadino, el impulso de actrices, actores y uno que otro director, que han dejado atrás la inmovilidad y la ilusión de presentarse en un escenario grande y reconocido junto a nombres que les den lustre, ha abierto el paso a montajes como Afonía, cuyo valor reside en cómo conecta cada actor con su personaje, con su doble, y ambos con el espectador, que se encuentra ante una propuesta joven, arriesgada y esencialmente franca.
Dividido en tres historias, la primera parte del texto escrito a cuatro manos por Francisco Garibay, Pilar Garibay, Naza Gómez y Karina Lechuga, con la colaboración de Víctor de León, Estephanía Barba, Manuel Avellaneda y Carolina Gómez Orozco, de los cuales todos actúan, menos los últimos dos, gira en torno a los subtextos de cada frase, que son dichos abiertamente por el otro yo de un par de amigos frente a los interlocutores, generando el contrapunto de lo que debe decirse y lo que en realidad se siente o quisiera expresarse, en una historia en la que amistad y traición adquieren distinto significado.
Confesiones amorosas que anhelan ser escuchadas, retomadas y resueltas, así como soliloquios que revelan diversos sucesos trágicos, determinantes de una vida adulta en el intento fallido de ser plena, conforman la segunda parte de un texto que desnuda el interior de una joven generación de hombres y mujeres desde su forma de hablar hasta sus fantasías sexuales, pasando por el autoengaño, la desolación, la frivolidad, el abuso y una serie de obstáculos que se levantan, despojados del escudo de una comunicación insustancial como única vía para relacionarse.
El elenco que integra esta puesta en escena, compuesto por egresados de distintas escuelas profesionales de teatro, busca la complicidad de Sebastián Sánchez Amunátegui como director de esta convocatoria contra la falsedad, que le da cuerpo a un texto contemporáneo en el que las palabras parecen lanzadas con fuerza y sin paracaídas hacia el blanco que constituye el espectador que, desprevenido, deja pronto el letargo de su butaca hasta donde se estrella el desasosiego de los personajes.
Sánchez Amunátegui, egresado de la carrera de Ciencias Políticas de la UNAM, dedicado a la actividad cultural desde mucho tiempo atrás, es un director discreto que no discrimina actores por su formación ni procedencia y que no está en busca de brillo personal, ni se envilece con sus buenos resultados, como cuando llevó a escena Los arrepentidos de Marcus Lindeen, con Margarita Sanz y Alejandro Calva. Se trata de un director poco reconocido por la comunidad teatral, quizá por los teatros donde se presentan sus montajes, como el Foro Lucerna —en el que se puede ver Puras cosas maravillosas, que renovó temporada a petición del público—, que sin embargo no deja de tomar riesgos, como el que aceptó al dirigir Afonía, donde, si bien los jóvenes actores–dramaturgos abren la compuerta para liberar una cauda de temas opresivos sin límites temáticos o de lenguaje, también se dan el lujo de lanzar un epílogo que puede ubicarse en una ambivalencia entre la imposición y la sentencia.
Afonía, cuya mayor virtud es la honestidad por la que clama desde un rectángulo de pasto sintético con una banca, posee los elementos de una obra emergente, un grito que rompe despiadadamente el silencio al que nos sujetamos para salvaguardar una falsa existencia sin sobresaltos.