Esta semana celebramos de manera anticipada el año nuevo judío, el Rosh Hashanah, en el Centro Sefarad-Israel de Madrid. En casa tenemos también la costumbre de festejar el Pésaj. Como regiomontano, sé que los primeros pobladores de mi tierra fueron sefardíes. En Varsovia experimenté un antisemitismo leve con algunos vecinos que notaron en el buzón los nombres de Sarah y David. Entre mis escritores preferidos hay una larga lista de judíos: Isaac Bashevis Singer, Joseph Roth, Franz Kafka, Isaak Babel, Vassily Grossman, Primo Levi, Elias Canetti, Bruno Schulz y, por supuesto, aquellos antiguos que redactaron las historias de la Biblia. En México tenemos también una ristra de estos escritores, de los que especialmente me gusta la Moscona. En Argentina se dan por racimos, muchos de ellos con orígenes en mi querida Polonia. Hay otros que nunca me interesaron, como Sigmund Freud y, por debajo de todos, Allan Stewart Königsberg. Un día me haré la prueba de ADN para ver cuánto judaísmo corre por mis venas, pero sin necesidad de ella, sé que mi alma está impregnada de él.
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Y justo ahora estaba releyendo La ciudad de Dios, de San Agustín. Un libro muy influyente a lo largo de los siglos, pero de pensamiento bastante pobre y, peor aún, nocivo. El señor de Hipona, que de santo no tenía nada, que de hipócrita tenía mucho, según puede leerse en sus confesiones, receta las ramplonas frases que tantas vidas han costado. Varias veces insiste en que los judíos asesinaron al cristo, poniendo incluso algunas palabras para denostar: “el Señor fue crucificado por la crueldad e impiedad de los judíos”, o tilda esto de “el crimen de los judíos”; les llama estúpidos y ciegos.
Viviendo bajo los beneficios del imperio romano, no se atrevió a decir la verdad: que el “Señor” había sido ejecutado bajo las leyes de Roma por delitos contra Roma. Una de las historias más mentirosamente amañadas es aquella que cuenta que, en la Pascua, Poncio Pilato soltaba un preso. Cualquiera que viviera en esa Roma lo sabría. Además, ¿por qué habría la gente de pedir que soltaran a un insurrecto como Barrabás, si ahí estaban las inocentes palomitas de Dimas y Gestas?
Agustín abandona la filosofía, la razón, y comete el error de los fanáticos: primero acepta una verdad y luego la justifica. Asegura que Jesús subió al cielo en forma física para que su cuerpo no sufriera la corrupción, y los judíos jamás podrían asegurar lo mismo sobre el rey David.
En fin, quien quiera enterarse mejor de tanta burrada que dijo Agustín tendrá que leer las mil páginas de La ciudad de Dios. Y aunque nunca he estado de acuerdo con quemar libros, éste me parece más quemable que otros que sí quemaron.
ÁSS