La ciudadanía que no cuenta

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

En estos tiempos parece que los enconos y las polarizaciones podrían derivar en una guerra civil, pero sería muy anómala: si algo ha mostrado la ciudadanía mexicana es que ni es, ni podría organizarse como fuerza violenta.

Jóvenes de la sociedad civil organizada se manifiestan de forma pacífica frente a la Cámara de Senadores. (Nicolás Tavira | Notimex)
Julio Hubard
Ciudad de México /

No respondemos igual a algo como “¿cuántas galletas tiene esta caja?”, que a la pregunta: “¿cuántos son en tu familia?” Ambas tienen una respuesta cuantitativa precisa, pero cuando a uno le preguntan por algo cuya cuenta lo incluye a uno mismo, es raro que alguien diga un número y ya: “Somos dos hermanas y yo”. No es que la pregunta sea imprecisa; es que uno es impreciso. Sucede que el que cuenta olvida contarse.

Hace años escuché al analista Rodolfo Marcos (autor de Oscar Wilde, el amor de lo imposible. Me cayó el veinte, México, 2013) contar la expedición de Ernest Shackleton, que cruzó de costa a costa el Polo Sur. (En gutenberg.org está el relato del propio Ernest Shackleton). La expedición se organizó con un anuncio en el periódico, que decía: “Se buscan hombres para viaje peligroso, poco salario, fríos extremos, largos meses de total oscuridad, peligro constante, regreso dudoso, honor y reconocimiento en caso de éxito”. Hubo más de 5 mil solicitudes. Ya en medio de las tormentas atroces, los exploradores ni siquiera podían saber cuántos de ellos quedaban vivos. Intentaban contarse, atados a una soga, pero se confundían en el último número. ¿Seguía otro? Para saber, inventaron una fórmula: se enumeraban uno a uno y el último, en vez de agregar un número, gritaba “¡más uno!” Una mnemotecnia para contarse a sí mismo. Curiosamente, es un mecanismo parecido al conteo familiar: “dos hermanas y yo”.

La conscripción de participantes en la expedición de Shakleton tiene otros parecidos con organizaciones de la sociedad civil. Entre muchos, el ejemplo de Wikipedia: quienes la hacen, trabajan gratis, regalan su capital (el conocimiento) y su trabajo a cambio de nada, sólo porque vale la pena.

En una conversación de amigos, soltamos la masticada especie de subvaluar la importancia de la sociedad civil. El filósofo Julio Beltrán nos puso la cabeza en orden: “Difiero. Creamos la CNDH, el INEGI, el IFE, el TRIFE, el Instituto de Transparencia, las Comisiones de Competencia y de Regulación, tenemos una amplia variedad de medios y de periodistas investigando, y bastantes Organizaciones Civiles No Gubernamentales especializadas en distintas áreas de gobierno. ¡Claro que sabemos organizarnos para supervisar y pedir cuentas!”. Tiene razón. Y lo puso magníficamente Gabriel Zaid, hace una semana, en su artículo “La respuesta ciudadana” (publicado en Reforma y Letras Libres). De hecho, desde los terremotos de 1985, quedó perfectamente claro que las autoridades gubernamentales no podían nada; lo hicimos entre los ciudadanos. Ahora, durante la pandemia, ante la atronadora incapacidad oficial, fue el ciudadano de a pie quien insistió en el cubrebocas, la distancia, las medidas que sí sirvieron. Las redes, después de mil errores, fueron entendiendo y pronto se redujo la llovizna de falsedades para dar pie a organizaciones reales de apoyo mutuo y distribución de datos confiables, cosa que no puede presumir el gobierno, que quedó exhibido en sus mentiras. Y no sé usted, pero yo no conozco a nadie que hubiera acechado un lucro propio en medio de la crisis de salud; al contrario, sé de muchos que hicieron esfuerzos por ayudar a personas y pequeños negocios, olvidados y despreciados por las instancias públicas y el gobierno.

Hay una característica más de esta sociedad civil que sí sabe organizarse pero olvida contarse: ni es violenta, ni podría serlo. En estos tiempos parece que los enconos y las polarizaciones podrían derivar en una guerra civil, pero sería muy anómala: si algo ha mostrado la ciudadanía mexicana es que ni es, ni podría organizarse como fuerza violenta. Y resulta a la vez intimidante y alentadora la lectura de un magnífico libro de Hans Magnus Enzensberger: Ensayos sobre las discordias (Anagrama, Barcelona, 2016), donde está “Perspectivas de guerra civil”, y con este epígrafe de Nietzsche: “Sólo los bárbaros pueden defenderse”.

El presidente no es un hombre que comprenda ideas, ni entiende de cuentas (algún cronista futuro la va a pasar bomba cuando analice las relaciones de este gobierno con los números y las matemáticas, en general), pero es intuitivo respecto del poder. Por eso ha tenido prisa y urgencia de dinamitar todo lo que tenga autonomía y todo lo que suene a ciudadanía; le urge dividirlo todo en pueblo y gobierno. No puede llevar a cabo su verdadero proyecto en una sociedad diversa, que se organiza sin permisos y construye instituciones necesarias para la vida republicana y democrática.

AQ

LAS MÁS VISTAS