La política cultural del gobierno actual, profundamente antihumanista y reaccionaria por su repudio al carácter necesario y universal de la ciencia y el arte, aunada al atroz fenómeno de la pandemia, colocan a los editores y libreros independientes en una grave situación.
Si pensamos que la población de lectores en México es reducida, resultado de una pésima educación en manos de los sindicatos, y que las políticas públicas de esta administración —y las pasadas— sólo benefician en la práctica a los grandes editores extranjeros; si pensamos, asimismo, que han desaparecido los programas de estímulo a la edición y a la traducción de libros de verdadera calidad crítica y que se fomenta el gusto por la literatura periodística (de nota roja), de propaganda a las ideologías en boga (el populismo estético en todas sus versiones) y con valores publicitarios para adecuarse al mercado, no a la lectura profunda y transformadora; y si pensamos, además, que la contracción económica, provocada por la idea aberrante de que se puede separar el Desarrollo del Crecimiento, disminuirá drásticamente la actividad cultural de la iniciativa privada; si pensamos, repito, en todo esto podemos decir que para la industria editorial mexicana y, sobre todo, para los editores y libreros independientes ha comenzado un periodo muy oscuro.
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Sin embargo, en esencia, esto no es tan nuevo, aunque ahora sea definitivamente peor. Hace más de sesenta años, el gran editor republicano Rafael Giménez Siles, que se hizo ciudadano de nuestro país con Lázaro Cárdenas, “ante la indefensión en que se encontraban los modestos gremios de editores y libreros mexicanos, ya que la cámara del libro de entonces estaba copada por representantes y adictos de las editoriales extranjeras, [...] promovió la ‘Asociación de libreros mexicanos’, que quedó constituida el 12 de junio de 1944”.
Giménez Siles, impulsor de la primera Feria del Libro en Madrid y de los inolvidables “Camiones-Stand” durante la Guerra Civil, así como de EDIAPSA, quiso convencer a los gobiernos mexicanos de su época de que era imprescindible apoyar a los auténticos pequeños editores y libreros. No lo logró. Sin embargo, su mensaje está vigente para la nueva generación de artífices del libro. Todos estos pequeños emprendedores deben exigirle al gobierno mexicano una política editorial progresista, no como un favor sino como una obligación, ya que el dinero que maneja la Secretaría de Cultura es de todos los mexicanos, no de los funcionarios y políticos que, bajo el argumento torcido y destructor de una supuesta lucha contra la deshonestidad y el dispendio —la cultura sofisticada no es dispendio ni corrupción—, han minado logros históricos de la comunidad artística e intelectual.
La Secretaría de Cultura, si quiere servir a México y no a los políticos, debería preservar el patrimonio arquitectónico del siglo xx, apoyar a los creadores de alto desempeño y organizar una verdadera política editorial mexicana.
ÁSS