¿Será que las utopías son frágiles y, si se les rompe una pieza, se vienen abajo enteras, pero las distopías pueden perder miembros y órganos y seguir vivas? Casi siempre la vecindad de dos novelas, 1984, de George Orwell y Un mundo feliz, de Aldous Huxley se presenta como una competencia. Ambos se equivocaron en las piezas de su monstruo. La dictadura totalitaria que adivinó Orwell desapareció en 1985, y se han ido desmoronando sus copias; el mundo nunca tuvo tantas democracias como en la década pasada ni, como en ésta, había decidido erguir tanto espantajo demagogo. No totalitarios sino populistas. Como sea, la maldad lesiona igual en estado sólido que en gel.
Una lectura juvenil de 1984 me dejó con miedo al control, la vigilancia y el sometimiento; la siguiente, por el lenguaje, la significación de las palabras y su relación con la verdad: “Te digo, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro lugar. No en la mente individual, que puede equivocarse, y en todo caso perece pronto: sólo en la mente del Partido, que es colectiva e inmortal. Todo lo que el Partido considere verdad, es verdad. Es imposible ver la realidad si no es con los ojos del Partido. Ese es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de voluntad. Debes humillarte antes de poder volverte cuerdo”. En esto, Orwell es muy superior a Huxley.
Por el lado de Huxley, la dominación industrial y tecnológica tampoco se cumplió en esa estructura de línea de producción (Ford) ni en una administración tayloriana. Bagatelas: el miedo sigue ahí. La opresión no la ejerce una policía sino los muchos habitantes cibernéticos de la escuela del resentimiento y los esbirros de la demagogia, y otras formas de la tecnología han ocupado el lugar del horror, no por vía del miedo sino por un demonio aun más peligroso: la satisfacción inmediata y las virtudes químicas. Dosis para la templanza, la prudencia; ataraxia en miligramos: “La felicidad es un sueño tiránico, sobre todo la felicidad de los demás… [y tras la Guerra] la gente estaba dispuesta a que se les vigilaran los apetitos. Cualquier cosa a cambio de vivir tranquilos. Siempre hemos vigilado desde entonces. Claro que esto no ha sido muy bueno para la verdad. Pero sí para la felicidad”. La médula del horror huxleyano no es la intrusión de la máquina sino esa suerte de ablandamiento del ser por el placer. Su “utopía negativa” es cosa presente: una sociedad ablandada, viscosa, “en la que se ha sustituido a la naturaleza por la ciencia, la moralidad por las drogas, la individualidad por una conformidad total”.
Era imposible que advirtieran que el desarrollo tecnológico saltaría de carril y dejaría de ser piramidal y funesta sombra del gobierno; que coincidieron dos oleajes en el remolino: uno, que la tecnología no se mantuvo centralizada sino que se individualizó en una economía de mercado; dos, que esta economía de civiles despegaría dando un salto por encima de la capacidad militar y gubernamental. Y se volvería personal: mi teléfono, mi computadora… la tecnología es cada individuo. Y Huxley es mucho más agudo en entender que las tiranías, no se dan solamente oprimiendo súbditos sino con su complicidad y participación activa.
No hay que ver estas distopías como excluyentes. Son complementarias. Y ni siquiera necesitan un totalitarismo: las sociedades libres, libremente eligen, y en proporciones crecientes, el bienestar de los fármacos, la degradación del lenguaje, el miedo a la libertad.
Ni siquiera es necesario un poder central que controle las voluntades. Bastó con que se generaran los recursos de comunicación igualitarios para que los monstruos de ambas distopías —la satisfacción inmediata y la persecución de quienes no se avengan a la ideología en boga— hibridaran en una infección nueva. La repetición incesante de una idiotez o una mentira, y ante la negación racional, no reaccionan con violencia sino acudiendo a tribunales moralinos que sentencian que todo sentimiento herido y todo lo que resulte ofensivo, verdad o no, debe pagarse con la persecución de las furias cibernéticas. Las dinámicas de redes habrían dejado patidifusos a los dos grandes autores de las distopías: no hacían falta ni el Hermano Mayor, ni la oligocracia fordiana, la tiranía va surgiendo de una ciudadanía que desprecia su libertad y odia la ajena.
AQ