En 1811, el zar Alejandro I, el mismo que aparece en La guerra y la paz, comenzó a tomar el control de la educación en Rusia, que estaba mayormente en manos de los jesuitas. Para esto abrió en las afueras de San Petersburgo una escuela con el objetivo de educar “jóvenes destinados a ocupar altos puestos en la administración del Estado, elegidos entre los mejores que tuviesen para ofrecer las principales familias”. Era una escuela para muchachos acomodados que rondaran los doce años de edad, pero habiendo muchos de estos, se elegiría a los más aventajados mediante duros exámenes de selección. La primera generación contó con treinta y ocho alumnos. Uno de ellos fue Pushkin.
Los estudios eran vastos y complejos. Incluían lengua y gramática rusa, latina, griega, francesa y alemana; religión, filosofía, ética y lógica; aritmética, álgebra, trigonometría y física; historia de Rusia y del mundo, geografía y cronología; literatura, lectura de clásicos y contemporáneos, retórica; bellas artes, caligrafía, dibujo, baile, gimnasia, equitación, natación y esgrima. Además de psicología, estrategia militar, economía política, derecho, estética y arquitectura.
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Los programas se notan ambiciosos y la disciplina escolar se emparentaba con la militar. La psicología de aquellos días estudiaba las enfermedades mentales y el potencial de la mente, no era parte de una maquinación para convencer al mundo de que los niños son débiles mentales y emocionales. Me hubiese gustado estudiar en esa escuela, llevar esos programas y tratar con esos maestros.
Aquellos eran los inicios de la educación estatal. Han pasado más de dos siglos, y tanto en aquel país como en el nuestro continúan sin responderse satisfactoriamente ciertas preguntas básicas. ¿Qué deben incluir los programas de educación? ¿Qué ha de enseñarse según la edad de los alumnos? ¿Cuál es el nivel de exigencia prudente? ¿Cuál la justa forma de evaluar? ¿Cómo adiestrar a los maestros para tales tareas? Quizá las preguntas tendrían respuestas correctas si se tuviera claro que el propósito es educar a niños y jóvenes. Pero es el cuento de nunca acabar, pues ¿qué entendemos por educar? ¿Saber griego y latín? ¿O leer subtítulos de películas?
Un asunto casi científico se vuelve turbio por razones políticas. Intervienen sindicatos, políticos, padres de familia, maestros, alumnos, psicólogos, iglesias y demás entrometidos. Así, el propósito de la escuela se deforma, y su objetivo es otorgar permisos para trabajar.
Aun las mejores escuelas tienen limitaciones; cuantimás las nuestras. Ni siquiera en aquella escuela zarista Pushkin se convirtió en Pushkin en la escuela. Conozco a mucha gente magníficamente culta y bien educada. Ninguna recibió tales dones en la escuela, sino en la biblioteca.
ÁSS