La espada y los expertos

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A lo largo de la historia, la lengua española ha tenido cumbres y abismos, y ha sido relegada a causa de una ceguera inexplicable.

Kenneth Clark, historiador de arte, en el documental 'Civilización'. (BBC)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Desde el siglo XV, la lengua española dejó de ser una de las lenguas peninsulares para convertirse en la sintaxis, la pedagogía y el gobierno del Imperio Español. El orden y la orden. Cosa única, que lengua y poder se alcen al mismo tiempo, como señala Ivan Illich en el que tal vez sea su mejor libro: El trabajo fantasma. Exagera un poco, porque el objetivo de la Gramática de Nebrija no es diferente al de las otras gramáticas conocidas entonces, las griegas y latinas: dotar a una lengua de una forma descriptiva sistemática. Illich dice que la de Nebrija es una preceptiva, y sí: toda sintaxis lo es, y la de 1492 sigue de cerca los modos tradicionales. El distingo, que intuye bien Illich, está en el prólogo con que Nebrija intenta persuadir a la reina Isabel de dos cosas: que costee la impresión del libro y lo utilice para gobernar tantos “cuerpos de gentes” como tiene la Corona sometidos.

La genialidad de Illich reside en otro lugar: haberse dado cuenta de una sustitución: el prólogo a la Gramática de Nebrija se instrumentaliza y “propone un pacto no entre la espada y el clero sino entre la espada y los expertos”. La lengua vernácula, lo mismo que la imprenta, se van a ver restringidas por esa alianza que había surgido justo para lo contrario: darle vida a la lengua española.

El caso es que aquella entente produjo un siglo de gran vitalidad —el que va de Nebrija a Fray Luis y Teresa de Jesús ; de Garcilaso a Herrera y los inicios de Cervantes— seguido de un siglo brillante, pero cada vez más torvo: desde Lope de Vega como censor hasta el culteranismo gongorino, la cautela moral de Calderón y el cifrado intelectual de Gracián. Son dos siglos de formidable literatura, en dos registros que no pueden ser más disparejos. En adelante, dice Illich, “los libros serán vistos y no entendidos”. La lengua española entra en un ocaso largo con la decadencia del Imperio: la lamentable imagen de Carlos II, “el Hechizado”, un rey que babeaba sin poder sostener una conversación, muerto justo en 1700, a las puertas de la Ilustración.

Todavía en 1667, John Milton halla a la lengua española como guía y ejemplo. En la advertencia del Paraíso Perdido, explica que él no recurre a la rima porque es cosa chabacana y “no sin causa los más notables poetas italianos y españoles han rechazado la rima”.

Dos siglos después, en 1843, el escritor y filólogo, traductor de varios idiomas y viajero, George Borrow, pasó cinco años (“los más felices de mi existencia”) en España. En La Biblia en España, dice que “España ocupó siempre un lugar considerable en mis ensueños infantiles, y las cosas españolas me interesaban de modo especial, sin presentir que, andando el tiempo, me vería llamado a participar, si bien modestamente, en el drama descomunal de su vida; aquel interés me indujo, en edad temprana, a aprender su noble idioma y a conocer su literatura (apenas digna del idioma), su historia y tradiciones; de modo que al entrar por vez primera en España me sentí más en mi casa que lo que sin esas circunstancias me hubiese sentido”.

Borrow no fue el único en creer que la empresa editorial española no estaba a la altura de sus tiempos. Marx y Engels alardean de su presencia “en toda Europa”: “con el fin de propagar el comunismo y su partido se han congregado en Londres los representantes comunistas de diferentes países y redactado el siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana, italiana, flamenca y danesa”. Ni mención del español. Aquel fantasma siguió recorriendo Europa, saltándose la Península Ibérica.

En 1969, la BBC lanza uno de los mejores documentales de la historia: Civilización, de Kenneth Clark: un recorrido por la historia de la civilización que comienza en Roma y termina en una sala de maternidad de ese mismo año. Ni un asomo a España ni a la lengua española. Tiempo después le reclamaron y Clark dijo que no era una historia del arte, donde España tiene un lugar importante, sino de civilización, a la que España nunca aportó nada. “No tenía una idea clara de lo que significaba ‘civilización’, pero pensé que era preferible a la barbarie, y me imaginé que era el momento de decirlo".

No son animadversiones ni odios. De sobra sabemos que la realidad es muy otra desde hace décadas. Tanto que, ahora, podemos ver aquellas cegueras con un poco de risa, pero también como ejemplo de lo que sucede cuando una sociedad celebra las bodas entre “la espada y los expertos” y los entrega a la burocracia.

AQ

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