El nacionalismo revolucionario y el comunismo oficial —afluentes del obradorismo— tuvieron vínculos importantes con la Unión Soviética que hoy, en un contexto radicalmente distinto, el de la invasión de una ex república soviética a otra, convierte el Grupo de Amistad México-Rusia en parodia de una relación histórica. La simpatía de antaño era entre dos revoluciones coetáneas, las primeras del siglo XX, que, no obstante diferencias sustantivas, compartían rasgos, aspiraciones e imaginarios. Difícilmente alguna izquierda contemporánea podría encontrar un horizonte político progresista en el proyecto imperial de Putin, tan distinto y distante del bolchevique que había ilusionado a las izquierdas de múltiples países, fueran estas revolucionarias o antimperialistas.
Fue a México donde la Tercera Internacional envió a Mijaíl Borodin para colaborar en la creación del Partido Comunista Mexicano (PCM) en 1919 y a Alexandra Kollontai en 1926 como segunda embajadora de la Unión Soviética en nuestro país, y también aquí donde un año antes el poeta constructivista Vladímir Mayakovsky conoció los murales de Diego Rivera, calificando a los frescos de la Secretaría de Educación Pública como la primera pintura comunista del planeta. Mientras que en Moscú el ucraniano Anatoli Lunacharski, Comisario del Pueblo para la Educación y las Artes, advertía la semejanza de los objetivos del arte público mexicano con la Proletkult y barajó la posibilidad importar el muralismo a la URSS, tras la invitación a Rivera a la conmemoración del décimo aniversario de la Revolución de Octubre. Volvería el pintor guanajuatense a la Unión Soviética 1955 para tratarse el cáncer en el Hospital Botkin de la capital soviética.
También proliferaron los desencuentros. En una atmósfera anticomunista, el presidente Emilio Portes Gil rompió relaciones con la URSS en 1930, retirándose los embajadores Alexandr Makar y Fernando Matty Sauvinet, además de ilegalizar al PCM. El gobierno del general Lázaro Cárdenas, con la oposición del PCM, la CTM (encabezada por Vicente Lombardo Toledano) y de la Tercera Internacional, concedió asilo político a Trotsky en 1937. Tres años después, la policía secreta del régimen estalinista consumaría el asesinato del revolucionario ucraniano en la Ciudad de México con la connivencia del PCM. En 1942 México y la Unión Soviética restablecieron relaciones diplomáticas y Narciso Bassols acudió a Moscú a condecorar a Kollontai con el Águila Azteca.
Dionisio Encina, secretario general del PCM por dos décadas, y Lombardo, dirigente del Partido Popular, siguieron sin reparos la directriz estalinista. Encina, purgando al partido de elementos contrarrevolucionarios y pequeño burgueses, como se estilaba calificar a los disidentes. Y Lombardo, de mayores vuelos intelectuales, compartiendo la visión del dictador georgiano con respecto de los países semicoloniales y la revolución por etapas, según las cuales había que aliarse con la burguesía nacional para confrontar el imperialismo estadunidense, el enemigo principal. Obsecuente con el priato, al final de su vida el ideólogo poblano daría la espalda a la Primavera de Praga y al Movimiento del 68 para no hacer el juego “a las fuerzas reaccionarias y del imperialismo”. El PCM, que experimentó una renovación en la gestión de Arnoldo Martínez Verdugo, obró en contario, solicitando al Pacto de Varsovia “la retirada inmediata de sus tropas del territorio checoslovaco y la normalización de las relaciones con el Partido Comunista y el gobierno de Checoslovaquia por el camino de las negociaciones y con base en los principios de la igualdad, el respeto mutuo y la no injerencia en los asuntos internos de los Estados y partidos”.
La Nueva Izquierda fue mucho más enfática que el PCM tanto en su crítica del socialismo soviético como en los actos de fuerza por parte de la URSS y sus satélites de Europa del Este. Por dar solo dos ejemplos: José Revueltas, emancipado de la sombra de Lombardo, suscribió las tentativas reformistas de Imre Nagy (Hungría) y de Alexander Dubček (Checoslovaquia), además de caracterizar a la Unión Soviética como una potencia atómica regida por una lógica expansiva y autocrática distinta del socialismo. Con conceptualizaciones propias —la URSS como “Estado obrero burocráticamente degenerado”— el trotskismo nacional confrontó la línea del pcus y suscribió la lucha de Solidarność en Polonia a contramano de la política soviética que presionó el golpe de Estado del general Wojciech Jaruzelski.
La implosión de la URSS fue insatisfactoriamente procesada por la izquierda mexicana y en parte por eso ocurre esta inadecuación de los antiguos referentes socialistas al universo prosoviético, como vemos con el Grupo de Amistad México-Rusia constituido en marzo pasado. Dentro de las coordenadas de la Guerra Fría se asume que la Rusia de Putin es la heredera de la URSS y los Estados Unidos consideran que “la cercanía de México y Rusia no puede ser”, sentenció el embajador Ken Salazar, y recordó que México y su país fueron aliados contra Hitler, pero omitiendo que la URSS lo fue también y que pagó con 27 millones de muertos los costos de la Segunda Guerra Mundial.
En este galimatías, y de por medio la invasión rusa a Ucrania, el diputado petista Alberto Anaya, autor de la fraternal iniciativa, indicó a nombre de legisladores de morena, el PT y el PRI que “México está abierto a tener amistad con todos los países del mundo, un país de paz, que está a favor de la resolución de los conflictos por la vía diplomática”, en tanto que el embajador de la Federación Rusa Víktor Koronelli subrayó que su país “no empezó la guerra contra Ucrania, la está terminando”. En vista de la simpatía recíproca el enviado especial del presidente ruso para Crimea, el viceprimer ministro de la región Georgui Murádov, anunció que invitaría a los representantes del Grupo de Amistad al IV Foro Económico Internacional de Yalta a celebrarse este año, con viaje a la península de Crimea incluido, territorio ucraniano que se anexó la Federación Rusa en 2014.
Carlos Illades
Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de Historia. Autor de Vuelta a la izquierda (Océano, 2020).
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