Leo el Twitter y el Facebook y muchos artículos que la gente pega en Twitter y Facebook. Cuando lo pienso, leo mucho en realidad, si a eso sumo los libros y los periódicos que siempre leo. Pero leer en internet es extraño, por aquello de los anuncios.
Vea usted: no siempre puede uno leer sin los anuncios; sería imposible suscribirse a todas las publicaciones que uno quisiera, pues nos hemos convertido en lectores de tentáculos extendidos hacia toda suerte de lugares e idiomas. En un minuto estamos leyendo un artículo del New Yorker o MILENIO, al otro agotamos otro sobre moluscos, helechos o Edgar Allan Poe en un sitio desconocido.
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Y todas aquellas lecturas, atentas o no, hechas con interés u olvidadas muy poco después, constituyen un ejercicio extraño de seguimiento, un viaje por carretera en el que procuramos no distraernos con el paisaje que corre por las ventanillas laterales. Fotos de gente que salta de euforia, autos de colores que pasan a toda velocidad, humanos y gatos no siempre bellísimos, y uno lo único que quiere es seguir las letras como una hormiga atenta, como el personaje de aquel cuento de Italo Calvino en Los amores difíciles, “La aventura de un lector”, que sortea cortésmente el trabajo de seducción de una mujer en la playa con la sola finalidad de retornar a su lectura:
“No obstante, el interés por la acción sobrevivía en el placer de la lectura: su pasión eran siempre las narraciones de hechos, las historias, la trama de las vicisitudes humanas”.
Yo quiero saber la trama de las vicisitudes humanas, como Amedeo, lo que dicen las letras —a veces algo muy interesante de mis escritores y columnistas preferidos, a veces las caídas patéticas de los figurones que gobiernan el mundo, a veces un artículo histórico sobre los romanos, los aztecas o la Edad de Hierro, todo en medio de esos cuadritos que parpadean y saltan y me hacen sentir culpable de alguna manera pues no pago por leer lo que leo y mi óbito al dios del internet es entonces este parpadeo desesperado, este seguir y tratar de no tropezar, este baile incesante de rostros sonrientes, bailes y ofertones irrenunciables, como si uno caminara tratando de orientarse entre los extravagantes invitados de una fiesta siguiendo a una sola persona que le interesa y sin encontrar jamás la puerta de salida—.
Dicen que de por sí ya estamos pagando; que por el solo hecho de leer, asomarse, curiosear, las empresas harán a saber qué cosas tremendas, entre otras, ofrecernos artículos personalizados. A mí, sinceramente, no me importa que sepan quién soy y qué me gusta o disgusta, me da igual, pues no soy una persona de gustos extraños, más allá de ciertas pócimas o artefactos no tan difíciles de encontrar.
Quizá mi único gusto extraño, a lo mejor hasta perverso, es el de leer compulsivamente, pero es raro que en internet se me ofrezcan libros, por ejemplo; ¿será que la incultura general es de tal tamaño que hasta el merchandising ignora las perversiones librescas?
ÁSS