'La lectura y la sospecha': ética y poética de la creación

Libros

En su más reciente libro, Armando González Torres construye irónicas críticas al gremio de los escritores y esboza ideas filosóficas, sociológicas y literarias.

Armando González Torres, autor de 'La lectura y la sospecha'. (Foto: Héctor Téllez)
Julieta Lomelí Balver
Ciudad de México /

La escritura como actividad intelectual es sobre todo un clavado interior: significa sumergirnos en nuestros pensamientos y emociones para después objetivarlos en la hoja en blanco. La escritura es así un ejercicio de introspección, que podría transparentar nuestros verdaderos deseos, arrancarlos de la invisibilidad de la inconsciencia y soltarlos al mundo con palabras. Si la escritura consigue nacer de un autoconocimiento sincero, puede también darle máxima potencia a la creatividad: al propio talento que se proyectará en una labor honesta y en un público que lo agradecerá. A este tipo de escritura, nacida de un radical ejercicio de autoconocimiento, pertenece la de Armando González Torres, que ejemplifica sin pudor en La lectura y la sospecha (Cal y arena): “Para pensar y escribir por sí mismo, el primer requisito es conocerse a sí mismo”. Este ejercicio psicoanalítico, que tiene de intermediaria a la propia razón, a veces resulta complejo, porque en ocasiones la razón es suplida por los ecos del mercado, las expectativas ajenas, los afanes mediáticos, la moral de mafia, en resumen, como escribe González Torres, por “los reflectores y el sex appeal”.

​¿Qué pasa cuando el escritor sustituye este autoconocimiento por un autoengaño? ¿Qué sucede cuando algunos autores, muy antagónicos a lo que González Torres hace con su creatividad, prefieren “utilizar su olfato y sus competencias sociales” antes que su talento y su disciplina? ¿Qué pasa cuando se “prefiere acudir más a tertulias, ofrecer fiestas y cocteles, acercarse a críticos, agentes literarios y otras personas influyentes”, en vez de invertir el tiempo con la labor de escritura? La respuesta es que aquellos aspirantes a escritores se vuelven parte de la gran metástasis de la simulación, de la prostitución de las palabras, de la reivindicación del favor en vez del mérito, del morar inmediato, pero por ello mismo fugaz, del arte ocasional. En vez de construir ladrillo por ladrillo un hogar propio, cimentado en palabras firmes y en obras que no se derrumban a pesar de los huracanes de la mala publicidad.

El intelectual auténtico es otra cosa, como escribe González Torres: el hombre culto, el escritor de nacionalidad inteligente, quien “se forma con y contra la cultura de su tiempo, que disecciona cualquier información, que rechaza las protecciones sociales o gremiales y que se coloca a la intemperie de los feudos del conocimiento”. De ahí que un verdadero escritor pueda esconderse en el rincón más abandonado de un taller mecánico o de una oficina de gobierno. De ahí que el escritor pueda también, como Baruch Spinoza, dedicarse a hacer lentes de día, mientras que, en la noche, nadando en el mar de la introspección, atisbado con la luz de la luna, se dedique a pensar y a escribir una compleja filosofía.

Ser escritor no depende previamente de la etiqueta de “ser escritor”, sino del trabajo arduo de un hombre, de una mente que en la soledad consigo misma empieza a crear un excedente de sentido: la resolución de su propio mundo compartido con el próximo. Porque el “hombre sensible siempre está más allá de su adscripción laboral, la excelencia intelectual rebasa lo curricular, y un aficionado, capaz de valorar y aprovechar recursos escasos, puede hacer más que un especialista derrochador de sus medios y su tiempo”. Ni la beca, ni el doctorado hacen al escritor.

"El intelectual se forma con y contra la cultura de su tiempo", escribe González Torres. (Foto: Héctor Téllez)

En La lectura y la sospecha, Armando González Torres teje, con una elegante crítica ensayística que no pretende canonizar sino tan sólo sugerir, una lograda ética del escritor, una estética existencial y también una poética de la creatividad. Sin el afán de ser un moralista de flamígero dedo que señala, nuestro autor le apuesta a las experiencias mayormente ancladas a los valores intelectuales antes que materiales. Sobre esto escribe:

“lo cierto es que la más fecunda experiencia intelectual y literaria no se restringe a cazar malvados, sino a buscar afinidades, apostar por valores estéticos alternativos, compartir fruiciones y descubrimientos”.

La escritura así entendida, a pesar de ser una actividad reflexiva y solitaria, tiene también una finalidad conversacional con el prójimo, con ese lector abierto a la escucha. En esto también radica la ética de la escritura planteada por González Torres, en que el autor no vive exclusivamente en el solipsismo, porque “hay en la creación, al mismo tiempo, introspección personal e indagación universal”. La calidad de lo que le queramos transmitir al prójimo dependerá del ejercicio previo, sustentado por la transparencia o el autoengaño, por la ética o la mercadotecnia, del escritor.

González Torres, para su labor, parece haberse autoimpuesto normas existenciales que lo orillan a seguir siempre del lado de la belleza, al lado de Montaigne: “prefiere lo honesto en vez de lo útil”. De tal forma, metaforiza el ejercicio literario como un juego existencial, como esa creación “que se basa en la reivindicación del ocio, en la actividad sin fines pragmáticos”, y que sólo así, “despegándose de la búsqueda de algo concreto, logrará ser una huida de las determinaciones que apunta a restaurar un orden distinto, o bien a alcanzar, aunque sea temporalmente, la plenitud”. Esta plenitud que se puede encontrar en el rigor, en el caos creativo, en el trabajo ordenado y sistemático o en la apasionada y a veces espontánea creatividad. Porque ni la literatura, y en realidad ninguna actividad relacionada con las artes, o el pensamiento, tiene reglas explícitas para comenzar a crear, y en ese amplio bagaje de personajes, nos cuenta González Torres, podemos encontrar tanto al genio que “sólo desnudo y después de una sesión de onanismo, como Thomas Wolfe, puede escribir; o la frenética productividad de Patricia Highsmith, estimulada por ginebra, cigarros, sus gatos y caracoles”, hasta esos otros hombres y mujeres sobrios que no necesitan de excesos para escribir. Porque, aunque nos sorprenda la estadística, “la mayoría de los creadores tienden a adoptar rutinas que se asemejan más a la regularidad monacal o burocrática que a la glamurosa bohemia”.

Más allá de la efervescencia mágica de las adicciones, del incendiario sentimiento del amor y el desamor que muchos necesitan de inspiración, o, del aislamiento de abadía que otros toman con tal de acabar la gran obra, siempre se esconde algo básico, así sea uno la más borracha o el más mujeriego del mundo. Para escribir con transparencia hay un a priori y es el hábito: “el ritual de la repetición, la capacidad de dar significado a la rutina, el arte de motivarse a uno mismo para el desempeño cotidiano del oficio”, comenta González Torres, “son componentes fundamentales de la actividad intelectual o artística”.

Quiero sugerirle de la manera más libre, estimado lector, que siga el “deber ser” kantiano y adquiera La lectura y la sospecha, no sólo por su elegancia ensayística y su profundidad reflexiva, sino porque también se construye de irónicas y divertidas críticas al gremio de los escritores. En el libro de Armando González Torres desfilan ideas y referencias a obras no sólo literarias, sino también filosóficas, sociológicas, de economistas, artistas y blogueros, de ese mundo que sigue siendo el mismo: la patria de la inteligencia que es la morada del creador.

​ÁSS

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