Durante varios años, por las noches, José de la Colina realizó la que quizá sea su obra más íntima: Desdiario, una colección de textos que guardaba en carpetas de vinil con argollas. En ellos está su mundo: las lecturas, las películas, los paseos y las comidas con amigos, sus desencuentros con algunos intelectuales, la crítica irónica de la “vidita literaria”, la admiración por la belleza femenina, la presencia amada de María, su esposa. Son apuntes a vuela pluma en los que se encuentra el origen de muchos de sus cuentos y ensayos, como estos dedicados a su amigo Pedro F. Miret.
Martes 3, I, 1989
Me levanté tarde, me demoré algún tiempo leyendo, a eso de las 2:30 llegué al Fondo [de Cultura Económica](1), y para esperar las tres, hora de la cita con [Adolfo] Castañón, me metí al café pegado a la librería (que como todos los años por estas fechas se halla cerrada por inventario) y allí encontré a Francisco Cervantes y Alí Chumacero, con los que estuve charlando trivialidades hasta la hora de la cita, en que subí al despacho de Castañón, el cual, por hallarse en reunión con el nuevo director de la editorial, [Enrique] González Pedrero, no se apareció. Pasó por allí [Héctor] Subirats que ha venido a México a que lo ratifiquen como editor del Fondo en España. A las 3:25 consideré que había esperado demasiado y bajé. Cuando volvía del “Veracruz” donde por fin no me animé a comer, encontré en la calle a Castañón, que me buscaba con la mirada por los alrededores. Le eché un poco de sermón por su impuntualidad, se disculpó diciéndome que había estado esa media hora “secuestrado” por el nuevo director, sin poder avisarme mediante una secretaria o por teléfono. Fuimos a comer al “Disparate” (un trayecto en que el taxista se despachó con cuchara grande: nos cobró 4500 pesos) y allí, él pidió pulpo borracho y yo una tarta Aurora y como postres unos helados de pitaya, deliciosos. Castañón quiere reunir mis escritos ensayísticos en un libro como el de Juan García Ponce que publicaron hace poco,(2) le digo que no sé si todas esas cosas tecleadas por circunstancia aguantarán en un libro, que no me quiero poner a buscar en esos fondos de baúl y él me dice que si firmo un contrato él podrá pagar a quien haga esa labor de buscar. (Se me olvidó anotar que cuando estábamos en la esquina de Universidad y Parroquia pasó en coche y nos saludó con la mano González Pedrero.) Según Castañón, ya le ha puesto mi libro en el plan editorial y G. P. ha estado de acuerdo.
Castañón me prometió darme mañana más páginas de la novela de (Pedro F.) Miret que publicará el Fondo, y yo le llevaré ejemplares de El Semanario (3) (con el artículo de Castañón sobre Rossi) y un ejemplar de Prostíbulos (de Miret). Por cierto, ahora parece que todo el mundo “descubre” a Miret. [Ignacio] Trejo nos ha dado un artículo y Aurelio Asiain, que me habló esta noche para proponerme una traducción de no sé quién, me dijo que esperaba darme algo sobre Miret, quizá la próxima semana.
Creo que la primera vez que vi a Miret fue a finales de los 50 o principios de los 60, cuando [Juan Vicente] Melo y yo compartimos un departamento en Cadetes del 47. Miret nos visitó para leernos una obra de teatro que entonces me pareció adscrita al “teatro del absurdo” y no me impresionó gran cosa. Él creo que había editado ya por su cuenta Esta noche… vienen rojos y azules con aquella contratapa de una foto tomada desde debajo de un cubo de escalera, donde unos perfiles de personajes miraban hacia arriba la caída de una máquina de escribir que venía hacia el objetivo. Miret me pareció entonces un torpe amateur y tardaría mucho en leerlo realmente. Fue hacia mediados de… no, hacia finales de los años 60 cuando de verdad descubrí a Miret gracias a la película La hora de los niños que [Arturo] Ripstein hizo de uno de los mejores relatos de Pedro, “El narrador”. Vi entonces que pese a, e incluso gracias a, una prosa directa, a ras de tierra, torpe, y a aquellas ráfagas perpetuas de puntos suspensivos, allí había un hombre con un don bruto y esencial para contar hechos y cosas como si nadie lo hubiera hecho antes, como si no existiera la literatura y él se la inventare para dar salida a su “no-planetaria” visión del mundo. Un Keaton de las palabras, un Kafka sin metafísica, un Buzatti sin gravedad. Mi reencuentro con [Juan] Almela, en los años 70, fue también un motivo de relectura de Miret. Luego Pedro y yo nos reencontramos aquí y allá, por ejemplo en el café de las Pecanins, y hasta logré que viniera a un cursillo mío sobre narrativa a contar a mis alumnos cómo escribía sus cuentos. Recuerdo que en esa ocasión dijo que no había que describir o caracterizar a los personajes, que había que dejarlos neutros, sin rostro, para que el lector los “ocupara”.
Por un tiempo llegué a creer que Miret no tenía más lectores que Ripstein, Casillas, Buñuel, Almela y yo, y por lo menos yo era el único que escribía sobre sus libros y trataba de “lanzarlo”. En el año en que estuvo aquí Mateo [Gambarte] para estudiar nuestra generación de hijos del exilio (sobre la cual escribe una tesis), lo reuní con Almela, Miret y yo mismo en el Círculo del Sureste. Hacía décadas que Juan y Pedro no se habían vuelto a ver y todo marchó bien, hasta el punto de que Mateo llegó a decir que había percibido “lo muy unidos que estábamos”. Juan me ha contado el arte de dibujante de Miret, otros me han contado de su originalidad como arquitecto. Nada sé de todo eso, no he visto “pruebas”. Quedan sus silvestres y a la vez magníficos relatos, aquella su resistencia a dejarse sobornar por la realidad de todos. Tenía un tipo físico más bien espeso, casi vulgar, algo de “trapu” como dirían los franceses, y él lo acentuaba con una musculatura muy ganada con ejercicios. La nariz y la quijada fuertes, casi calvo pero peinándose “de prestado”. Al hablar, con algún acento catalán, hacia con los dedos el gesto de tirar al aire una moneda, como también hace Octavio Paz. En marzo de 1980, cuando estuvimos invitados a la semana de la Crítica de Cine de Madrid como parte de un homenaje a México en el que éramos la delegación mexicano-republicano-española (como diría Llinás [4] en Contracampo n. 12, mayo de 1980), Miret y yo pasamos una tarde deliciosa: primero buscamos donde comer cocido madrileño, que logramos hacerlo en la Gran Vía, acompañado de vino Sangre de Toro (cuyo nombre tanto le gustaba, parecía que se bebía el nombre más que el vino), y luego, Gran Vía abajo, llegamos a la gran plaza de la Cibeles y, apoyados en la verja del Ministerio de Guerra (o del ejército), de donde vendría a pedirnos que nos apartáramos un guardia uniformado, estuvimos viendo cómo se iba la tarde y el ultimo sol lamía finalmente el campanario del edificio de correos. Recuerdo que entonces le dije a Miret que la tierra quizá hacia un gran ruido al girar en su eje, y que tal vez no lo oíamos porque habíamos nacido oyéndolo y nos habíamos acostumbrado a no advertirlo. Me dijo: “¡Qué bueno es eso que has dicho, qué profundo!” En una ocasión Vicki (Victoria Schussheim, su esposa) y él nos invitaron a cenar a María y a mí, en su casa en la colonia Polanco. Cuando, en el elevador, llegábamos a su piso, hubo una interrupción de la electricidad y quedamos a medias respecto a su piso, y estuvieron un rato acompañándonos, con velas, como hablándonos desde un balcón. Esa fue la vez que ante nosotros y Marcela Fernández Violante (con la que escribió un film [5]), Pedro declaró admirar al Ayatola [Jomeini] por su fanatismo, su misterio. “Solo con eso se levanta un pueblo”, decía. Era capaz de esas posiciones, desde una óptica más bien infantil. Luego lo vi pocas veces. Las últimas ni siquiera lo vi: me telefoneaba para proponerme proyectos originalísimos, y más bien absurdos. O para comentar la historia o la política siempre desde su modo a la vez inteligente e infantil. Almela me comento que Pedro tenía el proyecto de un “nacimiento” pornográfico, con los pastores cogiéndose a las pastoras o las cabras, etc. Admiraba, entre los cómicos del cine a los más burdos y materiales, The Three Stooges, Los Tres Chiflados, y aquellos batacazos que se daban sistemáticamente, y el “goiiing” de los golpes con varillas metálicas. Su literatura hirsuta, directa, “sonámbula” y al mismo tiempo como de una lucidez elemental, sigue siendo fascinante, ese “otro mundo que está en este mundo”. A los surrealistas les hubiera gustado. Me gusta en ella precisamente “lo que da traspiés”, lo que pierde pie, el “no sé qué que queda balbuceando”. En el Fondo ha dejado una novela, Náufragos en Haití o algo así. Castañón me dice que primero les había dado otra y que luego la cambió por esta. En El Universal hacía unos artículos más bien mediocres que le hacían ilusión y en los que a veces tenía buenos momentos, p. ej.: “Música que no sea silbable, es perecedera”. Desde hacía años no vivía de nada visible, lo mantenía Vicki que lo consideraba un genio y por tanto un lujo. Yo sospecho que Pedro fue siempre un “piantado” voluntario. Lo traté muy poco y siento que ahora, desde ahora, me va a acompañar mucho desde sus libros.
* Título de la Redacción.
(1) Las oficinas del Fondo de Cultura Económica se encontraban en Avenida Universidad 985, colonia Del Valle.
(2) Apariciones, 1987.
(3) El Semanario Cultural de Novedades, fundado por Eduardo Lizalde y José de la Colina en 1982, que desde 1983 quedó bajo la dirección única de José De la Colina.
(4) Francesc Llinás, fundador y director de la revista de cine Contracampo.
(5) Cananea (1976).
©Herederas de José de la Colina.
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