Me enseñó que no hay seres más divescos por naturaleza que los gatos.
Me ahorró miles de pesos a futuro en terapias psicoanalíticas al darme un diagnóstico psicopatológico de mi persona tras conocernos: “trastorno límite de la personalidad y autismo incipiente, ambos padecimientos con carácter binacional”. Agregó: “deberías visitar más las superficies que te reflejan”.
Me dio el mejor consejo que alguien me pudo haber dado cuando le compartí un estado personal de crisis: “no te apendejes”.
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De la apocalíptica cuenta regresiva de lo que alguna vez fue la memoria análoga, y carente de selfies y reacio a hacer búsquedas profundas en la inteligencia artificial para obtener respuestas detalladas de lo que uno ha sido y compartido, paso mi trapo retentivo por la remembranza, restregando sacralizaciones e intentando no acatar la legalización de la tristeza rulfiana por lo que ya no es.
Lejos de los endiosamientos e idolatrías que suelen unificarse por labor de las nostalgias, intentaré ahora teletransportarme a escenas vividas que la evocación quisiera superponer a la costumbre instantánea a la memoria cibernética o a traducir el pasado a escenas anime mediante viejas fotografías del repertorio —adoptado multitudinariamente—: de “en el principio está el fin” (del momento).
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Me contó que a la cantante Chelo Silva sus compañeros de variedad en el teatro Blanquita de la Ciudad de México tenían que amarrarla por la cintura con largos mecates y, a dos pares de manos por cada costado del escenario, jalarlos mientras la intérprete daba su función, para que pudiera sostenerse en pie dado su permanente estado de embriaguez.
Me dijo que entre las actrices Dolores del Río e Irma Serrano había habido un affaire.
Me confió que antes de que llegara a México la crítica de arte Raquel Tibol había desempeñado el oficio de carnicera en su natal Argentina.
Me contó que el travesti socialité de los 70 Gustavo Ortega Maldonado, mejor conocido como Xóchitl, quien consiguió penetrar en las esferas del poder de la época había sido el broker en entrada a la prostitución de jóvenes actores y actrices. Fue Xóchitl, me dijo, quien vendió simultáneamente al mejor postor a dos estrellas con un político famoso y de gran descrédito. ¿Pero cuál es el nombre del político?, le pregunté. Me contestó: las siglas de su nombre son CHG, se le conoce también con el mote de El Profesor. ¿Y los nombres de las estrellas? Respondió: Ella intentó ser la versión petatiux de Marilyn Monroe; él protagonizó el hito cinematográfico Johnny Chicano.
—¿A quién de la farándula te gustaría conocer? —me preguntó durante mi primera visita a la Ciudad de México.
—A Irma Serrano —le respondí.
—Imposible que yo te la presente. Es siniestra —me contestó.
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Si tuviera yo que definir de qué manera influyó Carlos Monsiváis en mí, diría: como pudo haber influido un tutor involuntario, y más: me instó a la entrega a algo, me auxilió a vislumbrar un camino sin precipitarme a intenciones de trascendencia, me sugirió convertirme en lector de libros y de la fugitiva realidad (y no confiarme jamás). Me enseñó a no tomarme tan en serio, a no fingir saber. En una ocasión con sólo unas frases cargadas de sarcasmo le dio un knockout a mi egolatría juvenil: “siendo tan cuero, ¿por qué estás tan barrigón? Si sigues así tu biografía va a ser muy breve, la podrás titular The making of a chichifo: ascenso y caída de una lesbiana fronteriza”.
Cuando lo conocí, casi a mediados de los 80´s, no tenía yo el menor indicio de quién era él. Acababa yo de cumplir 16 años y, como cualquier joven, y en contexto fronterizo, daba vueltas y vueltas en el carrusel de las indecisiones sobre el qué hacer. El encuentro ocurrió en un bar en Tijuana, Los Equipales, me hallaba yo acompañado de mi amigo prostituto Marco Antonio Ibarra (a quien muchos años después ficcionalizaría en personaje de nombre Cas Medina en mi novela Fierros bajo el agua). A Carlos Monsiváis Marco-Cas no le agradó.
—Quihubo —me dijo—, vamos a platicar a mi mesa. Y añadió: pero sin esa loca. Marco-Cas alcanzó a oír lo que dijo, se levantó de su asiento y me susurró al oído: “tengo que irme, nos vemos más tarde”, y se fue del lugar.
Ya en plática Monsiváis quiso saber de mis intereses, me preguntó qué leía, a qué autores. Leo poco, le respondí. “Entonces, ¿qué quieres estudiar o qué quieres hacer?”
—Quiero estudiar Derecho —le respondí.
—¿En dónde? —me preguntó.
—En Guadalajara —le dije.
—Es un propósito surgido desde la nada y destinado de retorno a la nada —contestó—. Decir que quieres estudiar Derecho en Guadalajara es igual que si me dijeras que quieres jugar a la matatena en Puebla. Ve mejor a la Ciudad de México.
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Un año después de aquel encuentro hago mi primer viaje a la Ciudad de México a instancias de él. Cuando llego maleta en mano a su domicilio, me hace pasar, nos saludamos y yo le digo, queriendo ser chistoso aunque en realidad fui ingenuo: “vine aquí porque me dijeron que aquí vivía un escritor de renombre”.
—¡Fuera de aquí o te echo a mis gatos! —me respondió.
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Me pide que lo acompañe a una cita que tiene con un escritor de moda en un restaurante Sanborns. Accedo. Llegamos al restaurante y ahí ya está el escritor de moda. Nos presenta. El enfant terrible de los 80 apenas voltea a verme. Empiezan a conversar y no entiendo mucho de lo que hablan, lo cual me aísla por completo. Me siento de más. Carlos lo advierte y le dice al enfant terrible de moda: “Guillermo acaba de llegar de Tijuana. Él leyó tu novela”. Fue como si el escritor de moda no hubiera oído lo que Monsiváis acaba de decirle y no hace el menor esfuerzo por voltear a verme. Me fugo mentalmente de la situación y regreso cuando Carlos me dice: “ya nos vamos”. En la despedida con el escritor enfant terrible de moda registro que Monsiváis le dice: “te dije que todavía no publicaras ese libro”.
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Me pide que lo acompañe a una conferencia que dará en la universidad en Querétaro. Lo acompaño. Los organizadores (2) nos recogen en auto afuera de su casa de la colonia Portales. Durante el trayecto Monsiváis dedica un tiempo a platicar y chismear, y conversar y cantar. Me resulta difícil entrar en convivio verbal. De pronto, Monsiváis le dice a uno de los organizadores, que es quien maneja: “Guillermo acaba de llegar de Tijuana. Él está escribiendo un libro que se titula The making of a chichifo”. “¿Ah, sí?” —pregunta el tipo, que no entiende la broma—. Entonces Monsiváis saca un libro de su mochila y se pone a leer: Tiempo nublado, de Octavio Paz. La conferencia que impartió en Querétaro fue sobre la novela de la revolución, y en particular sobre Los de abajo de Mariano Azuela.
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En una librería me pide que le ayude con los libros que ha elegido comprar. Tras pagar en la caja distiende y abre una mochila que ha llevado consigo. Mete los libros adquiridos en ella y me la entrega. Son para ti, me dice. Orlando, de Virginia Woolf; Poesía reunida, de Carlos Pellicer; Enterrado en vida, de Arnold Bennet; Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, de Octavio Paz; Nostalgia de la muerte, de Xavier Villaurrutia; La realidad y el deseo, de Luis Cernuda; Rayuela, de Julio Cortázar, etc., etc.
Días después me pregunta si ya he terminado de leer alguno de los libros que me obsequió.
—Ni siquiera he empezado —le respondo.
—Empieza con Enterrado en vida —me dice.
—Sobre qué va —le pregunto.
—Es una comedia de enredos —me dice—. Es sobre un pintor.
—¿Sobre un pintor? —pregunto.
—Sí —responde.
—Yo quiero eso.
—¿Qué?
—Ser pintor.
Se me queda mirando y me dice:
—Pues quédate en la Ciudad de México. Podrías estudiar con Vicente Rojo.
—No —le digo—, necesito regresar a Tijuana.
Voltea a verme con reproche: —pues regrésate al bilingüismo fronterizo de las proyecciones aún no fusionadas—dice.
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Desde mediados de los ochenta y hasta ya entrados los noventa, las visitas de Monsiváis a Tijuana fueron numerosas y en la mayoría de las ocasiones siempre hubo oportunidad de encuentro entre nosotros, pero siempre pasado el festivo vendaval que su sola presencia solía levantar. Fuera en su participación en aquellos festivales llamados De la Raza, fuera que diera una conferencia sobre la obra del fotógrafo Manuel Álvarez Bravo en el museo del parque Balboa en San Diego, California.
Recuerdo que allá hacia finales de los 80 me encontré un día en la calle a mi amigo el activista Emilio Velázquez. Me dijo: “estuvo Monsiváis en Tijuana. Me preguntó por ti y me pidió que fuéramos a buscarte, como no sé dónde vives y ni teléfono tienes, recorrimos todos los bares de Tijuana y luego anduvimos en mi carro recorriendo cerros. Monsiváis se fue muy molesto porque no te encontramos”. Me hizo reír el dramatismo de Emilio, y me di la vuelta.
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Muchos años después y ya residiendo yo en la ciudad de México, a veces hablamos por teléfono.
—Carlos —le digo—, la crónica que escribiste sobre Chapa Bezanilla y sus tratos con la médium La Paca, la parodia sobre los restos óseos encontrados, me recuerdan a Hamlet —y se carcajea. Enseguida, se queda serio y me dice:
—¿Y de qué quieres que hablemos ahora, de tus amores o de tus frustraciones?
No respondo.
Enseguida dice:
—Fui a Tijuana y ya me quería regresar al ver el despliegue del ejército.
—Ya es algo lo de la presencia del ejército en Tijuana con Calderón —digo.
—¡Cómo crees! —dice.
Silencio.
De repente dice:
—Siempre que hablamos, hablas como si no nos conociéramos desde hace años.
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—Estoy viendo las películas de Pedro Infante. Todas. ¿Vemos una juntos, aquí en mi casa?
—Sí. Voy para allá.
Llego a su casa. Rodeado de sus gatos, Monsiváis se mueve de un lado a otro mientras escucha un disco de Bola de Nieve.
—¿Vemos la película? —le pregunto.
Me dice: —te quiero mostrar antes algo.
Saca un álbum de fotografías, pero no quiere mostrarme todo, solo una foto.
Me la señala con el dedo. Y dice: “aquí fue cuando me disfracé de Mae West”.
Años después me contarían que Monsiváis tenía encuentros con un banquero gay de apellido Frost, de El Paso, Texas, y que juntos organizaban reuniones en donde se travestían. En una fotografía de uno de esos encuentros, me contó un amigo, el bilé en los labios de Monsiváis era de color sangre de toro.
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—¿Carlos, qué pasa? Me dijeron que has estado mal de salud —pregunto.
—Te prohíbo que vayas a mi funeral —dice—. Siempre haces lo mismo, hablas como si no nos conociéramos desde hace años.
Me cuelga.
Carlos Monsiváis falleció el 19 de junio de 2010.
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En su tutoría involuntaria para mí como lector me insistía mucho en que leyera filosofía. “Es lo que te va a dar oído”, me decía. Sólo me reprendió en una ocasión en su casa por mis elecciones de lecturas, cuando le dije que leía El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata. Me dijo: “es muy repetitivo, y uno se ocupa de ese libro sólo por su cercanía con las marcas culturales del lenguaje gay”.
“Mejor lee esto”, dijo enseguida, y me extendió un ejemplar de Mao II, la novela de Don DeLillo.
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Me acercó a la lectura de autores como Arnold Bennet, Willa Cather y Carlos Pellicer, y consideraba fundamental que yo leyera de inmediato la biografía de la escritora sindicalista y feminista Benita Galeana.
Cuando le hice saber que me había iniciado en lo escritural me dijo: “no te veo yo oficio de escritor”.
Años después me llamó para felicitarme por un texto que yo había publicado.
Le dije: —pero si tú me dijiste que no me veías oficio de escritor.
—Me equivoqué —respondió.
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Son numerosas las imágenes-recuerdos que guardo de Carlos Monsiváis; pero quizá la que se me quedó clavada emocionalmente en la memoria es la que mejor me lo definía. En una ocasión que fui a visitarlo a su casa en San Simón 62 lo encontré absorto con un libro entre las manos. Lo saludé, no me respondió; en cambió, cerró el libro, me miró de frente y empezó a cantar el poema “Soliloquio del farero”, de Luis Cernuda:
Cómo llenarte, soledad,
sino contigo misma.
De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
quieto en ángulo oscuro,
buscaba en ti encendida guirnalda,
mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
y en ti los vislumbraba,
naturales y exactos, también libres y fieles,
a semejanza mía,
a semejanza tuya, eterna soledad.
Cantaba a Cernuda; se cantaba a sí mismo.
Inabarcable en obra, renuente a admitir su celebridad, crítico mordaz de los discursos del poder, refractario de la complacencia y del clamor multitudinario a su amplísimo arco intelectual, Carlos Monsiváis ejerció su ubicuidad en todas aquellas causas que gravitan sobre el desarrollo organizacional de la sociedad. Alguna vez, al ser entrevistado por televisión, el periodista Ricardo Rocha le sugirió una definición de inteligencia. Monsiváis respondió que no era propicio definir la inteligencia de una sola manera.
Su afiliación religiosa fue el protestantismo. Creía en la entrega a una causa a condición de que la entrega no fuera antecedida por propósitos sacralizadores. He ahí una de sus concepciones sobre el heroísmo posmoderno.
Alguna vez declaró que una prueba de la existencia de Dios era el lenguaje humano.
En otra apostó ante la pregunta de un entrevistador por cuatro espejos para ver el rostro de América Latina: 1: las elecciones; 2: la atención que se le presta a la lectura; 3: el crecimiento de la conciencia femenina; 4: el respeto a las minorías.
También dijo: “El Tercer Mundo es el infierno de los postmodernos”.
Y: “Los ídolos son repertorios y sus repertorios iluminan situaciones personales”.
En uno de sus últimos libros fabuló una fase terminal del mundo a razón del cambio climático pero con espacio temporal suficiente aún para aprovechar las ofertas de la temporada, entre ellas la adquisición de un lápiz de labios aerodinámico cuya aparición se remontaba a las tiempos de Mesopotamia.
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En mis recuerdos de él, se me impone siempre el marco escenográfico de la ciudad de Tijuana. Es normal, me digo, fue ahí donde lo conocí. Monsiváis era asiduo a Tijuana de una forma casi adictiva. “Me encanta Tijuana”, me dijo en varias ocasiones. Conocía de Tijuana lo que ni lo que yo viviendo allá. En una ocasión, en que cenábamos en el Caesar´s, de pronto me dijo: “pidamos la cuenta y vámonos”. “¿Pero por qué?”, le pregunté. “Vámonos”, me respondió; “ahí viene el diputado X y no quiero cruzar palabra con él”.
Convocaba multitudes en sus conferencias en Tijuana y sus análisis sobre el fenómeno fronterizo hasta la fecha no han encontrado parangón. Fueron también muchos los afectos que se procuró Monsiváis en la frontera. En una ocasión, ya residiendo yo en la ciudad de México, le pregunté: “Carlos, ¿quiénes son tus amigos en Tijuana?”. “Varios”, me respondió, “pero mi amiga-amiga y a quien quiero mucho es a Ava Ordorica”, me respondió.
Un año después del fallecimiento de Carlos Monsiváis, tuve un encuentro en Tijuana con Ava Ordorica. Rememoramos a Carlos cada quien desde nuestra experiencia amistosa con él. En esa ocasión me confió Ava que había adoptado a “Peligro para México”, uno de los gatos de Monsiváis y que el minino ya se hallaba respirando aire tijuanense. El encuentro con Ava fue uno de los más conmovedores que he tenido.
AQ