La mirada de Penélope

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El pasado 20 de junio murió la pintora y grabadora Penélope Downes en Guadalajara; el siguiente texto es un homenaje escrito desde la admiración y la amistad.

Penélope Downes, 1945-2022. (Vía Facebook)
Jorge Esquinca
Ciudad de México /

¿Cuándo la conocí? Recuerdo la casona en que vivía, el estudio donde ella pintaba. Una parte del techo se había cuarteado y la luz, la implacable luz del verano en Guadalajara entraba a raudales. A ella parecía no importarle, no demasiado. Penélope Downes recibía a los amigos en la planta baja, servía el indispensable tequila y conversaba en un español nunca desprovisto del acento británico que fue su sello particular. I had a farm in Africa… me gustaba decirle, impostando la voz, tratando inútilmente de reproducir la entonación de Meryl Streep en aquella película donde interpreta de manera inolvidable a la baronesa Karen Blixen. Penélope reía mientras yo me esforzaba por expresarle mi admiración por los grandes lienzos que entonces pintaba, siempre muy despacio, siempre sin prisa, estudiando en todo detalle la composición a través de minuciosos bocetos donde se podían reconocer fragmentos del cuadro en turno: la sombra de una maceta, el pliegue de un vestido, el perfil de un caballo.

Le encantaban los caballos, los había dibujado durante su infancia cuando vivió en Kenia, en la costa oriental del continente africano donde, efectivamente, tuvo una granja. I had a farm in Africa… y ella me contaba de su abuela que, al ver multiplicarse los trazos realizados incansablemente por la mano ágil de su nieta, le dijo: “un día tendrás que hacer algo más con esos dibujos”. Años después, ya de regreso en Londres, Penélope se convirtió en una destacada estudiante en la Central School of Arts and Design.

También amaba los libros, ahora me entero que durante la gran inundación que sufrió Venecia en 1996, Penélope acudió como voluntaria y trabajó en la restauración de las obras de arte y los volúmenes dañados por el acqua alta de la Serenísima. Con el tiempo, hicimos un libro juntos: Canijos canes, del que imprimimos sólo 15 ejemplares; un libro que ella diseñó de principio a fin en forma de un doble biombo y encuadernó a mano con ayuda de su hija Tandiwe. Antes, en feliz alianza con la poeta británica Alyson Hallett, dieron vida al oráculo trazado por un cuervo que ambas, en distintos momentos, habían visto en un sueño: In the time of crow.

Pero, ¿cuál fue la primera pintura de Penélope que vi? En mi recuerdo surge la imagen de un telar. Un telar cuyo tejido estaba a medio hacer y tras el cual la perspectiva se abría hacia unas montañas. Escribí: “La luz se vuele interior en la mirada de Penélope. / Es una tela blanca habitada de pronto por un paisaje, / es un telar de hilos sorprendidos en su vuelo”. Imposible no asociar aquella imagen con la otra Penélope, la que teje y desteje, la que espera con proverbial paciencia el regreso del héroe. Escribí: “A solas en su pequeña torre ella pinta un telar”. No sé, pero podría haber sido que en aquella casa donde Penélope Downes pintaba hubiera una torre. Tal vez no hace falta saberlo. Y ahora, al escribir estas líneas, cuando mi amiga ya forma parte de un orden que está más allá de lo tangible, veo a Penélope pintando un tríptico donde el agua inunda una habitación; hay una cama con almohadas y sábanas en aparente desorden, sillas, ropa, que parecen consentir esa invasión del agua; y esos objetos, pintados con precisa y suave maestría permanecen en su callada presencia, a la vez rotunda y misteriosa.

Mi recuerdo tiene más que ver con la manera en que la sueño ahora, en la azotea de su casa en la calle Prosperidad, a unas cuadras del Instituto Cabañas y de la Calzada Independencia, en esa zona fronteriza, mirando con ella en el cielo las grandes nubes de una tormenta próxima, o en el pequeño estudio donde se arraciman algunos lienzos, toda clase de papeles, tubos de pintura, tijeras, pinceles. Y mientras escribo estas líneas veo a Penélope recoger en la azotea su olla de barro con la comida que el sol ha cocinado, a fuego lento, durante toda la mañana, como la hechicera que en aquel poema de Rimbaud “no nos dirá nunca lo que ella sabe y nosotros ignoramos”.

AQ

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