La mirada de Capote

La guarida del viento

Después del éxito inmediato de su obra más notable, 'A Sangre fría', decidió responder de la peor manera: celebrándolo.

Truman Capote alrededor de 1960. (Archivo)
Alonso Cueto
Ciudad de México /

Allí están sus ojos grandes, que parecen viajar congelados desde una infancia de soledad. Son los del hijo de una reina de belleza, que lo abandonaba con frecuencia. En una entrevista, él contaría que de muy niño a veces sorprendía a su madre haciendo el amor con otros hombres en su propia casa. Arrancado del hogar, encontró su punto de refugio en su padrastro, de origen cubano, cuyo apellido adoptó. Sería conocido como Capote sin perder su primer nombre, que parece traducirse como el de “un hombre verdadero”, Truman.

Huyendo de su casa en Nueva Orleans, ya en Nueva York, escribe una serie de relatos en revistas. Uno de ellos sorprende a los lectores, “Miriam”. Luego, llega a la fama temprana con una maravilla que se llama “Desayuno en Tiffany's” (Desayuno con diamantes). En 1959, la revista The New Yorker le ofreció escoger uno de dos temas para una colaboración. El primero era muy atractivo. La historia de una mujer que se hacía cargo de apartamentos de personas a las que nunca veía. El otro tema era una noticia reciente: el asesinato de la familia Clutter en un pueblo de Kansas. Se llamaba Holcomb.

Sabiendo que ese tema resumía el alma de contrastes violentos de su país, Capote va a Holcomb. Lo acompaña su amiga Harper Lee. Busca entrevistar a los vecinos de la comunidad. Luego, cuando los asesinos Dick Hickock y Frank Perry son capturados, los va a visitar. En esas reuniones se enamora de Perry, a quien ve como un alma gemela. Pero comprende su situación. Para acabar el libro que se propone escribir, debe esperar a que Perry sea ejecutado. Es por eso que cuando el recluso le pide ayuda para tramitar una apelación, decide no hacerlo. Finalmente Perry le ruega que esté presente la madrugada en la que van a ahorcarlo. Capote cumple con su promesa. Al día siguiente llorará durante todo el camino de regreso a Nueva York. De las cenizas de ese duelo escribirá una obra maestra, A Sangre fría. Todo en esta novela se aproxima a una versión fiel de los hechos. Todo menos la última escena que es una de las más bellas que se hayan escrito. La novela le exigía, para serlo, que pudiera fabular al menos ese final.

El éxito de A Sangre fría es inmediato. Decide responder de la peor manera, celebrándolo. Hace una fiesta, la de los vestidos blancos y negros, el 28 de noviembre de 1966 en el Hotel Plaza de Nueva York. Es un evento multitudinario. La fiesta es celebrada en homenaje a la dueña del Washington Post, Katherine Graham. Sin embargo, el verdadero homenajeado es él mismo. La complacencia narcisa arrasa con él y con su obra. Desde entonces se siente blanco de todas las miradas. En 1980, catorce años después de A Sangre fría, publica una obra memorable del periodismo, Música para camaleones. Pero no puede escribir más. Es rechazado por todos los amigos a los que ha retratado. Muere a punto de cumplir los sesenta años, en agosto de 1984. Ahora van a cumplirse cien años de su nacimiento. Su mirada de perro herido (le decían bulldog en el colegio) nos sigue en sus cuentos y novelas.

AQ

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