“Érase un hombre a una nariz pegado”, le asesta Quevedo a Juan Ruiz de Alarcón, y lo destruye. Un siglo antes, Piero della Francesca pintó a Federico de Montefeltro como un predicado de su verdadero sujeto: su nariz, la más ganchuda. Lejos de la destrucción, Piero della Francesca construyó un emblema del Renacimiento con aquel narigón y notablemente feo Duque de Urbino, que en efecto debió portar aquel naso angular porque así también lo retrató Pedro Berruguete. Ambos retratos de Federico de Montefeltro, y su formidable estudio están en el artículo de Wikipedia.
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El segundo retrato es el complemento de la construcción de sí mismo: leyendo un libro con su armadura puesta. Es físicamente absurdo: meterse en esos armatostes no era cosa simple; sentarse, pararse o siquiera cambiar un poco de postura demandaba una atención completa, cosa que vuelve imposible la lectura: la interrumpe. Leer requiere una mínima comodidad y la inconsciencia de los pequeños cambios corporales. Un olvido del cuerpo. La armadura, para la batalla, requiere todo lo contrario: el aprestamiento nervioso del cuerpo entero. La unión de los contrarios y, de nuevo, la atención en sí mismo, en su propia persona.
Son dos retratos señeros, de dos grandes artistas. El del puro perfil y el de Pedro Berruguete, que representa a Federico de Montefeltro, vistiendo toda la armadura, leyendo un libro y acompañado por un niño. La biblioteca de los Montefeltro era de maderas trabajadas con mucha finura: es ridículo pensar ese retrato como realista. Moverse con aquellos muchos kilos de hierro, entre obras maestras de la ebanistería, es absurdo.
Los dos son artificiosos, de pose, pero acompañada por una voluntad muy extraña. Antes de recibir el ducado de Urbino, los Montefeltro fueron mercenarios al servicio de alguna ciudad-estado, de esa forma terrible de la violencia por contrato. Eran condottieri. Sus retratos sólo muestran el perfil izquierdo: era tuerto. Perdió el ojo derecho atendiendo la empresa familiar. Con todo, resultó suficientemente narcisista para espesar su nobleza cruda y violenta, cocinándola al fuego lento de la lectura de los clásicos, hasta que su voluntad de poder derivó en una voluntad de trascendencia. No sólo se hizo retratar por grandes maestros, sino que inventó la búsqueda y diseño de La ciudad ideal. ¿De verdad era posible que un sicario terminara como un centro irradiador de cultura y civilización?
Peter Burke, que conoce la famosa biblioteca de los Montefeltro, dice que halló labrada una frase de Salustio: publice egestas, privatum opulentia (en el latín original, para que fuera aún más elegante), tomada del discurso de Catón, en La conjuración de Catilina: “No penséis que nuestros antepasados engrandecieron esta república, pequeña en sus orígenes, gracias a las armas… Los engrandecieron otras cosas que a nosotros nos faltan totalmente: diligencia en los asuntos internos, un mando justo en el exterior, espíritu independiente a la hora de decidir, no sometido ni al delito ni a la pasión. En lugar de esas cualidades nosotros tenemos excesos y avaricia, en el Estado escasez y en lo particular opulencia [publice egestas, privatim opulentia]… Y la ambición se apropia de las recompensas que corresponden a la virtud.”
Los premiados con el Nobel de economía, Daron Acemoglu y James A. Robinson —esos economistas que “atacan a México” porque dicen la verdad— señalan lo mismo en Por qué fracasan los países, pero lo llaman “instituciones extractivas” y, en prosa moderna, los definen como “acuerdos económicos y políticos que concentran el poder y los recursos en manos de una pequeña élite o clase dominante, a menudo a expensas de la población en general”.
El capítulo 13 del libro lleva este título: “¿Por qué fallan las naciones hoy? Instituciones, instituciones, instituciones”. La repetición en tres recuerda aquella rara ocasión en que Ernesto Zedillo, sobrio y sin fanfarrias, recurrió al dramatismo: “a México le hacen falta tres cosas: Estado de derecho, Estado de derecho y Estado de derecho”. No es repetir, es atajar toda duda. .
Habiendo destruido la institución de la República, quizá sea menos insensata la suposición de que algún victorioso sicario descubra a Salustio, o a Robinson y Acemoglu, y no la esperanza de que los diputados y senadores de la mayoría pudieran leer lo que avalan. Siquiera, aquellos corruptos senadores que destruyeron la República romana sabían leer, e incluso articular algún discurso.
AQ