La nueva guerra religiosa

La guarida del viento

Los mundiales de futbol son la celebración de la religión de guerreros de las tribus del mundo.

Jordan Henderson y Jude Bellingham en Qatar. (Foto: Hassan Ammar | AP)
Alonso Cueto
Ciudad de México /

Cada época escoge las religiones que necesita para satisfacer sus deseos de gloria. Cuando lo hace, se dedica a construir templos donde oficiar sus ceremonias, reglas a las que éstas deben someterse y promesas de inmortalidad al finalizar los sacramentos. No hemos renunciado como especie a buscar esa inmortalidad, la fuente de la eterna juventud de los seres comunes. En un universo tan plano, no renunciamos a creer en dioses. Por eso los fieles llegan a los estadios en peregrinación desde lugares lejanos, se pintan la cara, se convierten en seres irracionales dominados por su pertenencia a una tribu nacional que lleva los colores de su bandera. Es el instinto siempre vivo del nacionalismo en los tiempos de la globalización.

Los mundiales de futbol son la celebración de la religión de guerreros de las tribus del mundo. Para realizarla los organizadores han construido templos, llamados estadios, donde su tiempo y su espacio niegan los de afuera. El campo de juego es un altar y por eso los estadios son edificios que miran hacia adentro de sí mismos, donde los espectadores le dan la espalda al mundo. Le dan la espalda a la inflación, a la guerra de Ucrania, a los conflictos sociales y políticos, a todo aquello que corresponda a la realidad. En tiempos en los que la religión decae, son una nueva religión. El circo, la acrobacia, el deporte, la valentía, la disciplina, la precisión, la inventiva son parte de la construcción de sus dioses. En un universo de egos, ofrecen el milagro del trabajo colectivo.

Si bien el futbol crea una religión, se trata de una religión de guerreros. Como las guerras no son populares desde la segunda mitad del siglo pasado, como los instintos homicidas y las pulsiones violentas siguen rigiendo en nuestro organismo, el fútbol nos da la ocasión de liberarnos de ellas de un modo impune. Georges Bataille habría podido escribir un libro que se llamara El futbol y el mal. Duelos como el de Estados Unidos contra Irán, que se jugó hace poco, tienen un sentido político. Lo mismo ocurrió cuando jugaron Argentina e Inglaterra poco después de la guerra de las Malvinas. El caso más extraordinario de ritualización bélica de un partido ocurrió en el Mundial de 1950. Fue entonces que apareció una frase literalmente para la historia. España había ganado a Inglaterra con un gol de Zarra y el presidente de la Federación de Futbol envió un mensaje al General Franco: “Excelencia, hemos vencido a la pérfida Albión”. El gobierno británico protestó y el dirigente tuvo que renunciar a su puesto.

En un mundo sin héroes, sin santos, sin milagros, sin líderes, el futbol ofrece la ilusión de un mundo sencillo donde la religión y la guerra pueden unirse para lograr lo que parece más esquivo hoy en día. Pero una vez que el tiempo sagrado termina, una vez que se abandona el espacio del ritual, volvemos a ser los mismos de siempre. Fuera del estadio o de la pantalla, volvemos a ser personas de una racionalidad fingida, con la ansiedad de otro momento de gloria.

AQ

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