La obediencia salvaje

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

La barbarie está a las puertas cuando los obedientes del Estado acuden a defenderlas.

Francisco Franco asiste al segundo aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera, fundador de La Falange. (AP)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Hay cosas que se hacen viejas y, después, antigüedades. Un vejestorio carece de valor; una antigüedad es más valiosa que un objeto de la moda. Y sucede también con autores. Por ejemplo, Ernst Cassirer o José Ortega y Gasset. Ya pasó el tiempo en que se les leía como presentes en la comparsa de las deliberaciones y ahora forman parte de la galería de las épocas. Es decir, que su valor ya no depende de si estamos o no de acuerdo con ellos. A nadie le importa que Fulano discrepe de Aristóteles o de Tomás de Aquino. Ortega y Cassirer merecen ser parte de la compañía de los indestructibles, los acompañantes etéreos de la civilización —y esta es palabra a la que ambos refieren su esperanza y su miedo antiguo, con el contraste: la barbarie.

Ellos, los dos, como muchos más, temieron la barbarie que veían ascender. Nosotros, de este lado de la historia, tendemos a creer que el bárbaro, el salvaje, es el sujeto que no respeta el orden ni la orden; el bárbaro que imaginamos es el que no obedece las formas, las leyes, que acecha a la ciudad y ataca a las normas. Con “los bárbaros a las puertas” imaginamos “gente sin ley, sin rey, sin Dios”, presa de una anomia que violenta la normalidad.

Pero Cassirer y Ortega tienen otra idea: la barbarie que miraban ascender era la de los obedientes, no las rebeldías o las oposiciones sino la obediencia.

Bien visto, es una mirada precisa: el bárbaro no se cuestiona, obedece.

La vida moderna, dice Ortega, “ha desbordado todos los cauces” y el individuo “tiene que inventar su propio destino… Circunstancia y decisión son los dos elementos radicales de que se compone la vida”. Quien pierde, o renuncia a su propia racionalidad vital, se convierte en masa: ese ser “que encuentra dentro de sí un repertorio de ideas, que no se ha puesto a pensar, y decide que está completo”. El hombre masa, obedece.

También según Cassirer: “el hombre civilizado es demasiado inquieto, demasiado afanoso de cambio, demasiado dispuesto a interrogar su circunstancia, para permanecer mucho tiempo en la actitud de aquiescencia”. Y, sin embargo, “hemos aprendido que el hombre moderno, a pesar de su inquietud, o tal vez precisamente por causa de ella, no ha superado realmente la condición de vida salvaje. Cuando se le somete a las mismas fuerzas, pueden regresar a un estado de completa aquiescencia. No interroga su circunstancia; la acepta como algo que se da por descontado. De todas las tristes experiencias de estos últimos años, ésta es tal vez la más terrible…” (El mito del Estado, FCE, y en traducción de Eduardo Nicol).

Para ambos, el salvaje es el que obedece sin cuestionar, no el que rompe la ley sino el que la acata sin chistar. Podemos suponer que tanto Ortega como Cassirer son alumnos, estrellita en la frente, de la Ilustración. Pero no son así Etienne de la Boëtie (que halla en la servidumbre voluntaria una perversión contra natura), ni Las Casas, ni Tata Vasco (que elogian la obediencia y mansedumbre de la mano de la barbarie en los indos de Chiapas y Michoacán), ni tampoco el capitán Richard Burton o Joseph Conrad… Todos hallan la barbarie en la obediencia sin albedrío. Y no solamente ha sido una postura teórica. “Los peligros de la obediencia”, como tituló Stanley Milgram el resultado de su famoso e infame experimento, comienza precisamente ahí: ¿de verdad las personas pueden obedecer hasta producir la muerte de otro?

La obediencia define a las milicias, ya del Estado, ya criminales, y define a otros órdenes, siempre jerárquicos. La decepción de Cassirer y de Ortega y Gasset no es esa solamente; mucho peor es la obediencia que viene de los civiles, de los ciudadanos, porque de ellos se esperaría un albedrío libre, una voluntad que construyera su autonomía y supiera navegar las turbulencias de las muchas opiniones.

Cuando las libres partículas del gas civil se ordenan en obedientes militancias, dejan una solidez irrespirable: la Falange, el Nacional Socialismo, la intolerancia contra quien vota distinto. La gama de los salvajes puede ir de un partido mayoritario que acusa de enemigo patrio a quien piensa distinto y discuerda, hasta el linchamiento, la persecución, la violencia. Coetzee tenía razón: la barbarie está a las puertas cuando los obedientes del Estado acuden a defenderlas…

Así de viejos son aquellos filósofos que quisieron advertir de la llegada de los salvajes. Nosotros olvidamos, quizá de modo voluntario, que al bárbaro lo define su obediencia.

AQ

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