La orilla de la ciudad: el barrio

Marca de fuego

El poeta Raúl Bañuelos evoca un tiempo en la infancia anterior a la palabra.

"Era la orilla de la ciudad el barrio: sus calles de tierra". (Imagen generada con DALL E)
Raúl Bañuelos
Ciudad de México /

Esta noche vas a dormir

el sueño de ti mismo.

Bajando por un camino de asfalto.

Subiendo por una vereda de piedras

                       y tierra suelta.

Vas a caminar por las calles

de una ciudad nocturna

                       tú mismo dormido

                       caminando despierto.

Vas a caminar por las veredas

de una montaña luminosa

                       tú mismo despierto

                       caminando dormido.

Vas a ir por donde anduviste de niño,

yendo a la escuela

                       del barrio.

Adonde iban los que no sabían

ni leer ni escribir.

Irás por donde fuiste

a jugar canicas, trompo,

                        escondidas.

Irás por donde te llevaron

tu papá, tu tío, tus amigos:

a la plaza de toros, a la arena

de boxeo, al béisbol, al estadio,

al llano, a tirar con la resortera.

Tu papá y tu mamá.

Has de ir.


Ganar el tiempo en la ganancia.

Perder espacio en la pérdida.


Da la ventana hacia la calle.

Hacia la plena oscuridad

desde una luz

surtida de luna llena.

Se puede tocar el filo de la banqueta

o de la azotea.


Hasta tocarse uno mismo.

Dentro.

En su fondo o sus alturas.

Desde afuera:

poner el azogue

al cristal del momento.

Aclarar la visión

de lo que has visto

o inventado.

Desaparecer una parvada

de un parpadeo.

O aparecer de oídas

un pájaro de canto inexistente.


Ceder una misma

cantidad de espacio

                       a cambio de cierta

cantidad de tiempo.


Fijar el movimiento.

Mover la fijeza.

Fijar la fijeza.

Mover el movimiento.


La vida te dio el día

y te dio la noche.

Te dio el polvo de la muerte.

Y el agua de la vida

                       te dio.


En el centro de Guadalajara

el destino del día

da de sí al momento

de vertirse un mínimo.

                       Acontecimiento:

la paloma pasa caminando

por debajo de la silla de alambres

picoteando el instante

con alta precisión de diamante.

¿Gusta algo más, caballero?

Me pregunta el mesero de mi agua

                       mineral.


Alguien va fumando su cigarro apagado.

El reloj anticipa las campanadas

de otra tarde cualquiera pero actual

                        y única.

Otras palomas (¿o la misma

muchas veces?) vuelan

sobre la fuente apagada del centro

de Guadalajara (es un decir:

su centro está en otra parte

inexplicable por ahora).

La tarde del día de hoy

extiende su tapiz a dos aguas, alto

entre el verde, el naranja y el azul

a plomo bajo los niños que corretean

el globo que vuela de sus manos.


Es decir: comprimir, sintetizar

especializar en cápsulas de espacio

todo el tiempo posible:


Vamos a Guadalajara

—decíamos— y estábamos

en Guadalajara. Pero en Santa Tere

más creíamos ser jaliscienses

que tapatíos. Y lo éramos.

Era la orilla de la ciudad el barrio:

sus calles de tierra. Y poco

después de ayuntadas piedras.

El que un día caminó sobre las aguas

paseaba su sombra clara

obre nuestros juegos de niños.

No había mucha distancia

entre el Paraíso prometido

y aquellos paraísos.


Estar ganando tiempo.

Salir ganando tiempo.

                        No dinero.


La ciudad te vive desde adentro.

El centro de la ciudad

viene a ser tu corazón.

Tú vives la ciudad

desde sus afueras.

Eres el corazón de la ciudad.

Las afueras de la ciudad

vienen a ser tus adentros.


Comprimiendo.

Sintetizando.

La ganancia es la eternidad

                       gloriosa.


Vamos a Guadalajara —decíamos—.

Y ya estábamos ahí.

Un día uno de los presentes.

Se levantó. Y pidió la palabra.

La palabra vino a él. Y habló.

Dijo: esto es apenas el principio.

Texto publicado con autorización de los editores de la antología 'Marca de fuego', publicada por la Universidad de Guadalajara.

AQ

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