La paz no sólo es ausencia de violencia, es una actividad. En 1908, Tolstói le escribe a Gandhi una carta donde le sugería confrontar al imperialismo sin violencia. Parecían excentricidades de aristócratas e indios colonizados pero, a partir de la Primera Guerra Mundial, el pacifismo se ha ido instalando en la conciencia de un modo sorprendentemente nuevo. Consideramos la paz como tiempo estable y la guerra como interrupción de la estabilidad. Según Èmile Benveniste, es la primera vez en la historia que se invierten los términos. Las generaciones anteriores concebían la paz como tiempo de entreguerras y organizaban su política y actividades con miras a la próxima batalla. El progreso consistía en el aprendizaje de la batalla anterior y los preparativos para la próxima.
La elección de gobernantes no se debía, primeramente, a consideraciones políticas, sino militares. Y no sólo de conquistadores europeos o expansionistas estadunidenses: Guadalupe Victoria o Santa Anna gobernaron porque ofrecían una confianza bélica, una posibilidad de defensa. La independencia de una nación no se planteaba en términos políticos ni económicos, sino guerreros. Y, más allá de la independencia nacional, el progreso social se imaginaba como marcha militar. Baste recordar la arenga de Leopoldo Lugones: “¡ha sonado la hora de la espada!” Aunque no han acabado del todo (pensemos en Yemen o en Siria), las invasiones y anexiones suenan como cosa del pasado.
Ahora todos somos pacifistas, pero el pacifismo no pocas veces fue tildado de afeminamiento, cobardía o deshonor. Y esa opinión no era solamente la de machistas violentos. Charles Péguy, Rudyard Kipling coincidían y Guillaume Apollinaire, el caso más extraño del belicismo antiguo, transformó en pura vanguardia y mística su admiración de la guerra: los aviones que bombardeaban la trinchera en que se guarecía dibujaban sobre el cielo “la Cruz de Cristo”.
Pero fueron los grandes poetas ingleses, combatientes feroces al principio de la Primera Guerra, quienes pusieron el cuerpo para el pacifismo. Rupert Brooke, Siegfried Sassoon, Ivor Gurney, Robert Graves, y T. E. Lawrence, guerreros valientes y temerarios, se transforman en voceros de la paz. El prestigio británico de la valentía, esa extraña gana de ser bravísimo y soportarlo todo; esa bravery que aparece entre clamores, quizá para despedirse con honores, cuando Churchill promete “sangre, sudor y lágrimas”. ¿Alguien podría acusarlos de cobardes o faltos de honor? Sin ellos, quiero creer, el pacifismo habría tardado mucho más en instalarse como lugar estándar de la ideología y las conciencias.
Las guerras entre naciones nos parecen cosa del pasado. Y nadie ha dicho que eso signifique que somos ni mejores personas ni menos agresivos o violentos. Nada de eso. Pero no soslayemos que sin belicosidad, los nacionalismos tienden a convertirse en bravata de cantina: ruido sin nueces, machismo. La bravuconería es la nueva cobardía. Las poses de poder, con los brazos en jarras, el mentón alzado, el compás abierto de las piernas con que Mussolini, Franco, Hitler o Stalin arrancaban vítores a sus multitudes, hoy producen desprecio y pena ajena: Trump, Duterte. Estamos en una dimensión distinta de ese frenético coletazo de violencia que fue la Segunda Guerra Mundial y la paz adquirió, en todo el mundo, una residencia que no conoció nunca antes en la historia: ha pasado ya una década sin guerras internacionales.
Repito, porque sé que abunda el pesimismo: no somos menos agresivos, no somos mejores personas, no deseamos el bien del prójimo… y el dinero que se gastaba en armamento de guerra se gasta ahora en armamento de represión contra civiles; aunque las muertes en batalla han descendido, el índice de homicidios se mantiene igual. En México, empeora. No somos mejores, pero hay indicios para creer que la historia ha cambiado en un sentido de progreso hacia mejor, como querían Kant y los poetas británicos.
¿Es posible que el progreso de la paz entre naciones llegue a residir dentro de cada nación, o estamos hablando de la desaparición de los Estados nacionales? La mayor ocurrencia de actos de agresión y violencia se da entre los gobiernos y sus ciudadanos, o con grupos criminales, o entre esas fantasmagorías asesinas que llaman “identidades”. ¿Qué debiéramos pensar de una nación desbordada por sus grupos criminales, pero cuyo gobierno organiza a sus fuerzas militares para controlar las actividades civiles? La paz es una actividad. Civil.
ÁSS