Hijo ilegítimo de un terrateniente ruso y una madre alemana, Alexander Ivanovich Herzen (Moscú, 1812-París, 1870) creció sin impedimentos económicos; estudió en la Universidad de Moscú y se involucró en las tertulias literarias y políticas de aquellas notables generaciones de escritores y pensadores rusos, y justo en una reunión de “subversivos”, se vio envuelto en una redada policiaca y preso. Al poco, su prisión cambió por la detención en Siberia. Huyó en 1847, vivió en Italia, Suiza, Inglaterra y Francia. No volvió a Rusia, pero siempre conservó lectores, aunque estuvieran prohibidos sus libros y la revista Kolkol (“Campana”, 1857-1867). Lo llaman “padre del socialismo ruso”, aunque el suyo no se parece al socialismo del siglo XX.
Herzen apoyaba una revolución campesina; su objetivo no era el de construir un Estado sino una sociedad universalmente libre. Detestaba a la burguesía, pero su peor enemigo no era el capital sino el poder. Eso lo convierte en un liberal. Isaiah Berlin aboga también por esta lectura, en Pensadores rusos y en Contra la corriente (ambos en FCE) y subraya la insistencia de Herzen: las personas son fines en sí, no medios para llegar a ningún futuro, ni se puede construir justicia utilizando personas, ni limitando su libertad. Fue el más notable de aquella extraordinaria generación rusa, llena de imaginación, voluntad de construir en libertad, desperdiciada por un zarismo incapaz de ver que la transformación era a su favor. Sofocarlos, mandarlos al subsuelo, no sólo les envenenó el alma: apartó a Rusia de la evolución política.
Hay dos posibles consecuencias de sofocar la expresión de las ideas: la amargura de quienes saben que las cosas podrían haber sido distintas, o la radicalización y la violencia. Cuando Herzen y Nikólay Ogariev comienzan a publicar la revista Kolkol, en Londres, Dostoievski y Bakunin están en Siberia. Herzen resistió a la amargura y al odio, una de sus características más notables, y salta a cada página a lo largo de Pasado y pensamientos, su autobiografía. (Hay dos ediciones españolas, Akal y Tecnos, pero ya son inconseguibles, por desgracia). Mientras sus amigos y colegas rusos se repliegan en oscuros escondrijos, dolidos contra el mundo y contra sí mismos, Herzen halla siempre una luz medular en cada persona. Y recuerda la impresión que le produjo el doctor Haas, un verdadero excéntrico.
No tengo sino mi intuición para imaginar que Dostoievski, amigo y lector de Herzen, obtuvo de ésas páginas a su doctor Herzenstube, el personaje de los Karamázov. Ambos hablan notablemente mal el ruso, visten de modo anticuado, son estrafalariamente generosos, visitan a los miserables y a los presos por simple altruismo y, al examinar a sus pacientes, repiten: “no se entiende nada”. Pero es dato que imagino: no está en la enorme biografía de Joseph Frank, ni lo mencionan otros autores. El caso es que Herzen recuerda su propio arresto, que comenzó con la detención de su amigo, el poeta Vasili Sokolovsky: “llevaba con él dos o tres camisas y nada más. Si el doctor Haas no le hubiera enviado a un bulto de su propia ropa, lo habrían invadido las alimañas... La memoria de este hombre ‘orate y loco’ no debe ser sepultada por la paja de los obituarios oficiales”. En él descubrió una rara luz para mirar a las personas. Al examinar a los convictos, “Haas llevaba una canasta llena de todo tipo de antojos y muchos dulces: nueces, pan de jengibre, naranjas y manzanas. Esto excitaba la ira y la indignación de las damas benefactoras, que tenían miedo de agradar haciendo el bien, y tenían aún más miedo de hacer más de lo indispensable para salvar a la gente de la muerte por inanición o por el frío cruel. Pero Haas no se molestaba. Después de escuchar los reproches que se le dirigían por su ‘estúpida manera de estropear criminales’, se frotó las manos y respondió:
–Mire usted, graciosa señora, un trozo de pan, unas migajas, todos les dan, pero un dulce, una naranja, nadie les da, por lo mismo que usted dice. ¡Y si yo doy este placer es porque no lo verán en mucho tiempo!”
Por más que admirara la gracia loca del doctor Haas, la suya no era menor, sólo más sensata:
“Sokolovsky había sido detenido en Petersburgo y, sin decirle a dónde lo iban a llevar, lo habían llevado a Moscú. Con nosotros, la policía hace estos chistes a menudo, y bastante innecesariamente. Es su poesía. No hay ocupación tan prosaica en el mundo, por repugnante que sea, que no necesite del arte”.
AQ