El punto de partida en la obra de Bruno Berthier (Ciudad de México, 1987) es el color, la elección del color para comenzar a pintar. Ahí nace el temperamento, casi por azar, de sus composiciones. Antes de inventar una mujer recostada en un sillón o un grupo de personas bailando está el rojo, el azul, el gris. Traza los contornos e inicia sus juegos narrativos; la calidad lirica de su obra. No hay ideas intelectuales previas en la delimitación de sus personajes, sino una manera de la intuición convertida en ejecución corporal. Trabaja con espátula y pincel y no utiliza referencias externas, es decir, no trabaja con modelos, ni transfigura lo que se posa frente a él. La calidad estética de sus invenciones depende del balance de los colores. Pero no debemos de engañarnos, Berthier no es un artista únicamente de cualidades cromáticas, sino que los caudales de su propia imaginación crean miradas que se entrelazan, extraños espacios de fondo, mesas abandonadas, ventanas que miran hacia todos los lugares. Intuición convertida en maneras de la narrativa.
Berthier proviene de una familia de pintores de origen italiano. Fue la pintura, de cierta forma, un destino involuntario. Los discursos teóricos, esa plaga del mal llamado “arte contemporáneo”, no le interesan. Y de los mexicanos, dice admirar a David Alfaro Siqueiros y a Ricardo Martínez. De sus maestros Bonnard, Vuillard, Sérusiery, y en general del grupo Nabis, aprendió a pintar con la pura visión de las cosas, a partir de los matices que contienen la luz y las formas.
AQ