La figura de Enrique Díez-Canedo posee, por la consistencia y actualidad de muchos de sus textos, un carácter no sólo relevante sino imprescindible. Basta con hojear Letras de América, publicado por El Colegio de México en 1944, para percatarnos de su hondo conocimiento de las letras hispanoamericanas. Resulta tan refrescante seguir sus precisos señalamientos sobre sor Juana, Rubén Darío y Alfonso Reyes; o entrar, de una manera amable, en una discusión sobre la música del verso en diferencia con las opiniones de Leopoldo Lugones; o repensar el espacio estético en donde ocurre el ejercicio poético de Efrén Rebolledo —parnasiano en la forma, mas simbolista en el fondo. También resulta sumamente oportuna su rápida revisión de la manera como José Juan Tablada trajo el haikai al castellano; y, aunque sea una intervención muy concisa, tiene un significado especial el breve texto adivino sobre la muerte de Ramón López Velarde donde el crítico español muestra de un golpe la originalidad de La suave Patria y comprende su conexión con Góngora, Jules Laforgue y Julio Herrera y Reissig. Quizá, en donde podemos detectar con más claridad la enorme labor de entendimiento de la literatura moderna realizada por Enrique Díez-Canedo, sea en el libro fundamental La poesía moderna francesa, publicado en 1912, en coautoría con Fernando Fortún, y que ahora han recuperado Marcelino Jiménez y Aurora Díez-Canedo en la Colección Poemas y Ensayos de la UNAM (2023).
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La antología tiene un valor muy grande ya que, además de hacer una revisión cuidadosa del desarrollo de la poesía moderna francesa, nos entrega, tanto en los textos introductorios de cada sección del libro como en las notas a cada autor, una síntesis muy interesante de la evolución del verso. Desde el principio de esta selección, la originalidad del trabajo salta a la vista. La primera pieza escogida es un poema en prosa de Aloysius Bertrand, composición que entrará en correspondencia como fuente original de los intempestivos pequeños poemas en prosa de Baudelaire. En la misma dirección, en la parte correspondiente a Rimbaud, también encontramos poemas en prosa y lo mismo ocurre con Mallarmé y Fort. Estos textos crean un contrapunto con el desarrollo del verso clásico y, al final de la antología, nos permiten vislumbrar el salto a la forma del verso libre, como si la interacción de la poesía en verso y en prosa hubiese fraguado una nueva forma de dicción más libre, pero también más hábil y experta que profundiza en la red y el número de sílabas. También tiene interés particular el hecho de que esta antología de poetas franceses lo es, por igual, de traductores. En la traslación participaron 28 escritores, entre los que sobresalen Juan Ramón Jiménez, Enrique González Martínez, Pedro Salinas, Luis de Marquina, Max Enríquez Ureña y Ramón Pérez de Ayala, aparte de Enrique Díez-Canedo y Fernando Fortún. Volver a la lectura de esta antología tiene un gran sentido: nos permite, como dijo Gonzalo Rojas, vislumbrar —“soplando el número del origen”— los vasos secretos que unen en la poesía al verso y a la prosa.
AQ