La más reciente película de Guillermo del Toro, El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley), nos conduce desde el comienzo a través de una atmósfera oscura, cargada presagios, que no hará sino ahondarse conforme su protagonista se adentra en la trama de un funesto destino. Es la época en que las ferias de las tinieblas hacen su agosto, con su carga de fenómenos e ilusionistas, entre los ámbitos rurales tan marginados como aquellos y tan azorados ante los usos todavía tempranos de la energía eléctrica. No era difícil dejarse atrapar en busca de cualquier esperanza —o de lo sencillamente maravilloso—, por lo sobrenatural, encarnado en los seductores actos de las pitonisas que leían el futuro en las misteriosas imágenes del tarot y por prestidigitadores que con gran soltura adivinaban el contenido de un bolso femenino. La época de entreguerras fue un caldo de cultivo propicio para el florecimiento de refinados embaucadores: médiums, magos, espiritistas, que llevaron sus habilidades a un territorio ignoto: el más allá.
Sin embargo, el espiritismo como doctrina había nacido muchos años antes, en la Francia del siglo XIX. Allan Kardec y su círculo promulgaron la creencia en la inmortalidad del alma y la posibilidad —anhelada por tantos— de entrar en contacto, así fuera sólo por instantes, con el espíritu de aquel o aquella que nos ha precedido en el viaje sin retorno. La doctrina se expandió con rapidez en Europa y muy pronto encontró adeptos en los Estados Unidos. Es conocida la enemistad que surgió entre el gran Houdini y el autor de Sherlock Holmes: Sir Arthur Conan Doyle —un convencido de la vida ultraterrena— quien, de la mano de su esposa, una supuesta médium, intentaron contactar a la difunta madre del célebre escapista, sin éxito alguno. Profundamente desilusionado, Houdini dedicó buena parte de su vida a desenmascarar las tretas de los cónclaves espiritistas.
Hacia 1912, Rainer Maria Rilke y su anfitriona en el castillo de Duino —que daría nombre a las Elegías, su obra capital—, pasaron por una experiencia de la que ha dejado constancia la princesa Marie von Thurn und Taxis. Es de noche, bajo la tenue luz de las velas, sobre una mesa redonda cubierta con un mantel de terciopelo rojo, el poeta toma por primera vez la tablilla y recorre con manos temblorosas el tablero donde están impresos letras y números. Otro de los asistentes toma nota de las respuestas a las preguntas que el mismo Rilke había escrito minutos antes en un papel. Quien le dicta es una presencia que se hace llamar La Desconocida. Transcribo una parte de lo que ahí sucedió: “Rilke: ¿Cómo he de llamarte? La Desconocida: Sonrisas, lágrimas, floración, frutos, muerte... Viaja a lo alto de una montaña, desciende al valle, ve a las estrellas… Resonarás tú también, como las olas, donde el acero se estrecha suavemente contra el ángel...”
Un experimento semejante atrajo, años más tarde, a los miembros del grupo surrealista, investigadores por excelencia del “dictado mágico” con el que intentaban atrapar las imágenes que surgían de los sueños o de un estado alterado de percepción. André Breton es quien relata los resultados de estas experiencias. Dos poetas, René Crevel y Robert Desnos se sumergían en una especie de sueño hipnótico dentro de un ambiente favorable: oscuridad y silencio, cadena de manos sobre una mesa. Los resultados, poco interesantes desde el punto de vista poético, los desanimaron pronto. Escribe Breton: “Ahí está el secreto de la atracción irresistible que ejercen ciertos seres cuyo único interés es haberse hecho eco un día de eso que tenemos tendencia a tomar por la conciencia universal, o, si se prefiere, de haber recogido, aunque sin penetrar en su sentido, algunas palabras que caían de la boca de sombra”.
Rilke, como bien anota su biógrafo Antonio Pau, buscaba la cara oculta del mundo, la dimensión ignota de la realidad. Breton, en su ensayo “Entrada de los médiums”, afirma: “Todo el esfuerzo del hombre debe aplicarse a provocar sin pausa la preciosa confidencia. Lo que podemos hacer es dirigirnos hacia ella sin temor a perdernos. Muy loco será quien habiéndola alcanzado un día, crea poder retenerla”. Nadie debería apoderarse de algo que le ha sido confiado y no le pertenece; es ésta, quizá, la lección última para los exploradores de lo desconocido y es lo que establece una cardinal diferencia entre Stan, protagonista del film de Guillermo del Toro, y el poeta que diez años después de su aventura esotérica completaría el ciclo de las Elegías de Duino, su hoy centenaria obra maestra.
AQ