La república no era república

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

Quizá el mundo no está perdiendo democracias sino repúblicas.

Platón se quedó fijado en la reunión entre sabiduría y poder, que no podía sino dar la mejor sociedad. (Especial)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Antonio Gómez Robledo pide perdón por meterse en filologías cuando debió, dice, quedarse en las filosofías respecto de su versión de la República de Platón. Es cortesía, pero tuvo que justificar el título latino: “Cicerón tradujo perí tês politeías por De republica y tras él se fue toda la literatura política hasta nuestros días. Dejémoslo así”. Al fin, es “una tradición multisecular contra la que no ha habido hasta hoy ningún insurgente”. Y no es que me insurja, pero esa tradición productiva e inteligente también tiene sus agujeros. Uno de ellos se vuelve importante hoy, que miramos al mundo desprenderse de cosas que no supimos defender porque no entendimos. Resumo: quizá el mundo no está perdiendo democracias sino repúblicas. Que se hermanan y van juntas, pero no son lo mismo la cosa política que la cosa pública. La política es una actividad cambiante por naturaleza y siempre dependiente de sus participantes; la segunda son instituciones y no importa, o no debiera importar, quién las opera o dirige o administra, pero importa mucho si son dirigidas, operadas o administradas.

La traducción de Gómez Robledo sigue siendo la mejor y el título se queda, por más que pudo haber sido: “Constituciones”, dice él, porque ni Platón, ni el mundo que llamamos griego conoció república alguna. Conocieron bien, amaron mal y detestaron con frecuencia la democracia. Y Platón se hartó de los ciclos de democracia y tiranía y, como nunca se le quitaron las ganas de meterse en cosas de politeía, se fue a arriesgar el pellejo en la corte de Dionisio de Siracusa, al que creyó rey filósofo. Quiso creer que, con su impronta filosófica, Dionisio se alzaría como un gran gobernante. Por supuesto, pronto se dio cuenta de que no era sino parte del entretenimiento, como los bufones y las hetairas, y todo eso que cuenta en la “Carta VII”. Desde luego, insistió: “no sometáis Sicilia ni ninguna otra ciudad a dueños absolutos, sino a las leyes”.

Y aquí está el punto: las democracias griegas fueron siempre democracias directas. Atenas no superaría los 40 mil ciudadanos, de modo que la legislación y su conducción podían llevarse a cabo en asambleas deliberativas. Igual que podían organizar sus ejércitos por leva, cuando era necesario, y desarticularlos cuando el peligro hubiera desaparecido. El Estado griego (dijo Ortega y Gasset, pero no hallo dónde) se armaba y desarmaba, según necesidad.

Platón se quedó fijado en esa reunión entre sabiduría y poder, que no podía sino dar la mejor sociedad (politeía). Quiso hasta un Rey Filósofo, quién sabe si como continuación o como exorcismo a su episodio fallido con Dionisio. Y así es como la República, una de las más grandes obras de la humanidad, es también una de las más horrendas visiones de la tiranía. Pero eso no se logra ver si seguimos la lógica interna: son leyes perfectamente racionales las que salen de la reunión entre la sabiduría y el poder. El problema sólo se vuelve visible desde un cambio de perspectiva y dejando la lógica para entrar en la analogía. Es necesario pasar de un orden binario a uno de tres.

La república latina, cuyo nombre le arrimó Cicerón al diálogo platónico, difiere de la politeía desde su arraigo. La división de poderes (siempre en tres, desde la primera República romana: Senado, Asambleas Legislativas y Magistrados ejecutivos) es mucho más funcional e inteligente que la sola división entre pueblo y gobierno. Que las instituciones sean 3 implica una nueva imaginación: para concebir que las tres partes interactúen, es necesario abandonar el juego de dos dimensiones: no son escaques contiguos. Sean aros, círculos equivalentes. Es un nudo borromeo: no puede separarse una parte sin que todo se venga abajo. Si cada aro tiene superficie y debe mantenerse en contacto con los otros dos, necesariamente habrá un espacio vacío en el centro. La propiedad pública. Nadie puede reclamarla como propia, pero nadie carece de propiedad sobre ella. Hay una explicación de C.B. Macpherson, de dos pasos: si por propiedad privada entendemos “el derecho de excluir a los otros del uso o disfrute de un bien o servicio”, la propiedad pública es “el derecho de no ser excluido del uso o disfrute de un bien o servicio”. Y de aquí pasamos al juego de las definiciones negativas o los derechos del no. Es una disposición que se parece más a las afinaciones musicales que a la lógica de las demostraciones. Al final, las formas democráticas van y vienen, pero la pérdida de la República no puede ser reparada.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.