La literatura es, a veces, un temerario intento de escribir bien sobre el mal. Tal vez por eso, un halo de sospecha envuelve a quienes se aventuran en las perniciosas páginas de los libros, frecuentando compañías tan poco recomendables como la perversión, el vicio y la indecencia moral. En su particular Infierno, Dante convirtió en poesía los relatos de los condenados. En las tinieblas del florentino hay comilones, vagos, proxenetas, astrólogos y políticos corruptos, incluso escritores de cierto prestigio como Homero y Ovidio. Además, reserva un oscuro rincón para los malhechores carnales, temibles lujuriosos como Dido, Tristán o Helena de Troya. Los castigos del averno no incluyen el silencio, así que el poeta les permite dar su versión de los hechos: cuentan con el consuelo de su propia voz.
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Entre los voluptuosos pecadores de la Comedia se encuentran Francesca de Rímini y Paolo Malatesta, personajes reales que protagonizaron la crónica negra medieval. Como era habitual en la época, el padre de Francesca la casó por intereses políticos. Sin embargo, ella se enamoró del hermano menor de su esposo. Al descubrir el adulterio, el marido asesinó a ambos sin piedad. En el poema de Dante, las sombras de los dos amantes condenados vuelan juntas “como palomas llamadas por el deseo”. La misma Francesca narra cómo nació su pasión. Una tarde, ella y su cuñado, “en una soledad sin sospechas”, se encontraron para compartir la lectura de una novela sobre Lanzarote del Lago, caballero de la Tabla redonda y amante de la reina Ginebra. Al llegar al pasaje en que Lanzarote besa por primera vez a su amada prohibida, Francesca y Paolo se miraron pálidos “y no leímos ya más desde ese instante”. Siglos después, Rodin esculpiría El beso inspirándose en este relato de amor, libros y perdición eterna.
El truculento crimen pasó a la historia no por la asfixiante situación de las mujeres o la crueldad del asesino celoso, sino por una mala decisión lectora: la tentación habitaba en las páginas del libro. Si en vez de leer hubieran bailado la tarantela o zurcido calzas, ni remotamente habrían pensado en acariciar y saborear sus cuerpos. Al parecer, la moraleja del asunto es que el desenfreno lector aboca al desenfreno real. Esta idea es muy antigua: durante milenios se ha pensado que leer era un impedimento para la vida decente porque inspiraba deseos y fantasía. Rousseau escribió en el prólogo de La nueva Eloísa que las jóvenes castas no leen novelas y un columnista inglés afirmó en 1825 que “la literatura es una seductora, casi podríamos llamarla ramera”. Ahora nos preocupan los bajos índices de lectura, pero, a lo largo de la historia, cuando había muchos menos libros y personas alfabetizadas, alarmaba más bien el peligro de leer demasiado. Como explica la ensayista Francesca Serra, en la Europa del siglo xviii despertó un gran temor una nueva e incontrolable enfermedad: la bulimia de letras. “Antes de tragarse la última página de un libro, ya miran en derredor con avidez para buscar otro”, escribió un sacerdote alemán, censurando la glotonería literaria de quienes engullían volúmenes como salchichas. Una heredera de don Quijote, la empedernida lectora Emma Bovary, se hundió en una espiral de sexo, consumismo, deudas y muerte, seducida por el influjo de las novelas románticas.
Parecidas denuncias se esgrimen contra películas, videojuegos, letras de rock o reguetón. Malas influencias, compañeros nocivos. En La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen, la familia de la protagonista piensa que su verdadero problema no es la Gran Depresión, su marido borracho, el paro o la miseria, sino su excesiva afición a las películas. Las ficciones sufren desde siempre la acusación de asomarnos a lo perverso, pero ahí reside su poder. Gracias a la imaginación, exploramos en territorio seguro los dilemas y conflictos que nos arrojará la vida. Conocerlos nos permite aprender, elegir, equivocarnos casi siempre, acertar tal vez. Resulta ingenuo creer que, si nadie menciona las malas ideas, no se nos ocurrirán: como si pudiéramos ser sabios por ignorancia.
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