La universidad del Aquelarre

Personerío

"yo declaro que mi universidad transcurrida ha sido la serie ininterrumpida de tertulias, cafeteras, restauranteras, y unas pocas tabernarias por las cuales he pasado a lo largo de mis años de vida..."

Todos eran gente intensamente cultural, de modo que cualquier tema que tratasen lo hacían en un español docto y vivo (Foto. Cortesía El Hórreo)
José de la Colina
Ciudad de México /

Últimamente fui invitado a recibir un premio académico, lo cual me honra sin que yo me haga mucha ilusión acerca de la posible recepción del mismo porque me imagino que por lo menos todas las academias de América Latina propondrán sus propios autores, pero así está el asunto y la situación económica de quien esto escribe no está para prescindir de cualquier ilusión. El caso es que yo declaro que mi universidad transcurrida ha sido la serie ininterrumpida de tertulias, cafeteras, restauranteras, y unas pocas tabernarias por las cuales he pasado a lo largo de mis años de vida. La primera fue la del Aquelarre que dirigía como de juego Simón Otaola (y aquí debo decir que él firmaba solo con su apellido, pues odiaba su primer nombre, del cual decía que solo era bueno para enterradores o conductores de carros de basura). 

Como toda universidad tertuliera, la del Aquelarre era abierta y libre, cada uno hablaba según quería y de lo que quería, es decir que se cumplía la universalidad de los pareceres y las opiniones, y todo obedecía a la ley del buen humor. Otaola era desde luego el alma de la reunión y su ingenio muy sobresaltado y palabrero presidía sesiones conducidas por la fantasía y el capricho. Francisco Pina, que algunos recordarán como crítico de cine, era erudito gozoso en varias materias, desde luego principalmente la literaria, y su pertenencia a dos tertulias legendarias, la de Pío Baroja y la de Valle Inclán, le daba una autoridad por encima de sospechas. Don Mariano Granados (y había algo en él que exige el uso preliminar del don) había sido juez de paz en algún lugar de Castilla y contaba casos de bodas sorpresivas y regocijantes. Bonilla, con sus grandes ojos inquisitivos, exploraba los poemas recién aparecidos en revistas españolas, quizá algo adoradas en exceso por el exilio. Don Félix Samper refería heroicidades y fracasos triunfales de los líderes anarquistas o anarcoides que en el mundo han revuelto el cotarro. Arturo Perucho era el más noticioso de los tertulianos porque recorría todas esas universidades del parloteo desde la mañana en que no faltaba su hábito del whisky and soda. Don Luis Buñuel, que a veces se aparecía por allí (allí es el restaurante El Hórreo, en Doctor Mora 11, a un costado de la Alameda Central de la Ciudad de México), y traía su presencia de surrealista casi siempre de tertuliano silencioso. José Ramón Arana, aragonés casi arquetípico, contaba sucedidos de la guerra española de 1936 con calor de personalidades olvidadas pero intensas. Pedro Garfias, el triste pero iluminado poeta entre sus tequilazos permanentes, nos leía sus poemas dotados de heroísmo y alcoholismo y nos estremecía con aquellos que trataban de la gente de la guerra civil, como, por ejemplo, el capitán Jimeno: “Mirada azul de Jimeno, mirada de azul cuajado más transparente desde la luz de la frente…”. A todos nos estafaba un mesero andaluz al que se le consentían sus pequeños fraudes por la gracia con que los justificaba.
Todos eran gente intensamente cultural, de modo que cualquier tema que tratasen lo hacían en un español docto y vivo, y con ello aprendía y se doctoraba cualquiera que fuese la barahúnda cultural que estuviera en el aire tertuliano.


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