Después del melodrama, la tragedia, luego el debate público y de ahí a las pasiones del papel couché, la vida de Lady Diana fue una montaña rusa que en las pantallas no alcanzó las dosis de lágrimas prometidas. El monumento que han develado sus hijos, el príncipe de Gales y el duque de Sussex, después de que Harry develó las más incómodas intimidades de ese corporativo al que llaman palacio, al igual que la serie de Netflix, es una obra que sin representarla, crea una molesta presencia.
La escultura es naturalista, obra del famoso escultor Ian Rank Broadley, que ha realizado hermosos memoriales como el de Las Fuerzas Armadas Británicas. La de Diana es su peor obra. Representa a la princesa de pie, vestida con una falda recta, blusa y cinturón ancho, el pelo corto que llevó al final de su vida, recrea el outfit que usó para la fotografía de su tarjeta de Navidad en 1993, cuando ya estaba separada del príncipe Carlos. Con los brazos abiertos, y escoltada por una niña y dos niños que simbolizan a la infancia que ella ayudó “incansablemente”.
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La escultura tiene la frialdad y falta de romanticismo que la corona trata de imponer en la vida de Diana, una persona adicta a las emociones. Es una obra corporativa, institucional, pensada por un comité, es evidente el gran esfuerzo en desmitificarla.
Al comparar la fotografía de Diana con ese vestuario con la escultura, la sofisticación y la elegancia desaparecen. En el caso de que viéramos esta escultura sin conocer el contexto, de quién es la mujer y la escandalosa historia de su vida, pensaríamos en una maestra de escuela con tres niños, pero nunca la mujer que con su muerte violenta, sacudió los cimientos políticos de Gran Bretaña, hasta cuestionar la figura de la nobleza.
Las fotografías de la boda de Diana, con ese vestido cursi, enorme, de cuento de hadas, las imágenes de ella llorando en cuanto evento público asistía, o riendo a la prensa en su relación bipolar con su imagen y con el mundo, su obsesión con la moda, eran parte de su personalidad, y esta escultura es una manera institucional, por parte de la corona, de terminar por fin con ese mito; es decir, en lugar de perpetuarla, la sepulta de forma definitiva.
Los príncipes se reunieron después de su mediático berrinche y de regalarle al mundo un drama de chismes digno de Oscar Wilde y el Daily Mail, retiraron la tela verde que cubría el monumento en un evento desangelado, “íntimo y familiar”, sin familiares cercanos, sin el príncipe Carlos, sin la reina, las ausencias que no olvidan.
La inmortalización de Lady Diana seguirá en las páginas de los tabloides, quienes han documentado con lealtad fanática su vida. Espero que entre en la saga de las Princesas de Disney, y las niñas la adopten como su ídolo voluble, fashionista vestida de Versace, y melodramático.
AQ