Tres tristes jueces: la prohibición a Joyce

Bichos y parientes

El dictamen jurídico más famoso de la historia tenía que ser el del juez John M. Wolsey cuando se levantó la prohibición de distribuir en Estados Unidos el Ulises.

James Joyce (Archivo MILENIO)
Julio Hubard
Ciudad de México /

El dictamen jurídico más famoso de la historia, dijo Irving Younger, tenía que ser el del juez John M. Wolsey cuando se levantó la prohibición de distribuir en Estados Unidos el Ulises de James Joyce. El editor de Random House, para dejarse de latas, retrasos y pacatería, decidió imprimir un párrafo del dictamen de Wolsey en los ejemplares que circularían por todo el país.

Buena idea: que cada ejemplar viaje con su propio pasaporte impreso y, con esas líneas, al tiempo evitamos los retrasos puritanos y avivamos la curiosidad. De hecho, la prohibición de importar y distribuir el libro de Joyce pudo levantarse por dos dictámenes a favor contra uno desfavorable.

El juez Martin Manton votó por mantener la prohibición; no tenía duda: “¿Quién puede negar la obscenidad de este libro tras leer las páginas referidas, que resultan excesivamente indecentes como para citarlas en este dictamen? Cualquiera que las leyere tendría que caracterizarlas como obscenas”. Allá él.

Pero los otros dos jueces, el mencionado Wolsey y Augustus Noble Hand, no sólo resultaron sensatos sino notables lectores, capaces de juicios literarios, más que adecuados, admirables, aunque por vías muy distintas. (Y que se entienda: soy mexicano y esto de que un juez pudiera leer e interpretar literatura, me deja perplejo.)

El libro finalmente circuló muchísimo, espoleado por la prohibición, entre clientes ávidos de leer obscenidades y lectores que por fin accedían a uno de los mayores desafíos literarios de la historia. Pero no deja de ser curioso que Cerf, el editor, hubiera elegido imprimir el dictamen de Wolsey y no el del juez del mejor nombre judicial de la historia: Augustus Noble Hand.

Los ejemplares exhibían este párrafo: “Tras maduras reflexiones, mi opinión es que, mientras en muchos lugares el efecto del Ulises sobre el lector es sin duda de un carácter emético, en ninguna parte tiende a ser afrodisiaco” y que el libro “no tiende a excitar impulsos sexuales ni pensamientos lascivos, sino que su efecto neto es el de hacer un muy poderoso comentario trágico acerca de las vidas interiores de hombres y mujeres”.

Es decir que el libro no era obsceno porque no echaba a andar los mecanismos del deseo sino la sensación del asco y la tragedia humana. La repulsión y el dolor pueden circular, pero el deseo no. Allá cada quién con sus llamas o sus hielos, pero es admirable que el libro haya librado la acusación de obsceno no porque el juez fuera liberal sino porque resultó excesivamente puritano, al grado de hallar vomitivo el monólogo de Molly Bloom, quizá el más alto alegato del deseo enunciado por voz de mujer: “yes, I said yes I will. Yes”.

Admirable que el señor Wolsey, picado por el puritanismo, si no entendió nada del deseo y sus extrañas formas, pudo al menos darse cuenta de que no se trataba de pornografía sino de la exploración de las naturalezas humanas y los tejidos de su habla interior.

Quizá resultara más difícil editar el dictamen de Augustus Noble Hand, muy bien escrito en esa prosa elegante que desprecia las oraciones breves, muy superior en calidad a los otros dos: “Es justo decir que se trata de un retrato sincero, con diestro arte, de los ‘flujos de conciencia’ de sus personajes. Incluso aunque el retrato, por fortuna, no sea de todos los hombres sino quizá solamente de aquellos de tipo mórbido, parece una obra sincera, veraz, de relevancia para su temática, y ejecutada con auténtico arte. Joyce, citando el Paraíso perdido, ha lidiado con ‘asuntos aún sin intentar en prosa o verso’, con cosas que verosímilmente habrían mejor quedádose sin intentar, pero su libro exhibe originalidad y es una obra de simetría y excelente maestría de su oficio”.

Y “si fuéramos a confiscar este libro, lo mismo tendríamos que hacer con Venus y Adonis, Hamlet, Romeo y Julieta, y la historia contada por Demódoco en el libro VIII de la Odisea… y habría que cuestionar si los pasajes obscenos de Romeo y Julieta eran tan necesarios para la trama como lo son en los monólogos de la señora Bloom para el retrato de su alma torturada”.

De los tres jueces, Manton, medianamente puritano y conservador, pasa a la historia como menso e ignorantón; Wolsey atinó de modo negativo: juzgó repugnantes los vericuetos del deseo y la inanidad de la gente común.

Pero el señor Noble Hand me hace creer que si John Milton hubiera leído el Ulises de Joyce, también habría aplaudido con un entusiasmo que sobrevive épocas y censuras.

SVS

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