Leer, un privilegio

Marca de fuego

Quienes hacen de la lectura un hábito, alcanzan la gran suerte del placer.

"Soy de los tantos y tantos que tienen el privilegio de saber leer, y lo he aprovechado". (Generada con DALL E)
Javier Ramírez
Ciudad de México /

Sin duda, saber leer es un privilegio, no solo porque nos permite enfrentar y resolver las actividades útiles y prácticas en la vida, sino porque, además de ser la puerta de acceso al conocimiento escrito, llega a convertirse en un gran placer cuando su ejercicio se vuelve una especie de vicio insaciable.

Una vez que aprendí a leer a los 5 o 6 años, recuerdo que todo letrero, anuncio, publicidad o aviso que encontraba en camiones y calles lo descifraba con avidez. Después siguió la lectura de cómics o “cuentitos” que caían en mis manos, y los titulares de periódicos y revistas que veía en los puestos donde eran exhibidos para su venta.

Ahora me doy cuenta que todo lo que leí entrando a la adolescencia fue el entrenamiento necesario para llegar a la lectura de gran aliento, digámoslo así, que es la de los libros. Recuerdo que leí indiscriminadamente cuanta publicación cayó en mis manos: periódicos de todo tipo, revistas y cientos de cómics y novelas ilustradas semanales. No olvido que en una ocasión me leí de cabo a rabo una revista Vanidades que alguna de mis hermanas llevó a casa. Y como fui un niño enfermizo que permanecía postrado en cama de cinco a ocho días, pedía que me acercaran algo para leer.

En casa no había libros, pero como lectura obligada en la escuela primaria católica a la que asistía llevábamos un pequeño tomo de pasta dura titulado Historia Sagrada. Recuerdo que leí fascinado la historia de José y sus hermanos, que me pareció un relato lleno de aventuras.

¿Cuál fue el primer libro que leí completo? Quizá Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain —no tengo la certeza, pero creo que me lo regaló una de mis hermanas—, o tal vez haya sido Tres cuentos, de Agustín Yáñez, que no sé cómo llegó a casa. Si el libro de Twain fue un gozo que revelaba mis sueños infantiles de correr aventuras donde siempre salía airoso, el de Yáñez fue un verdadero deslumbramiento porque, por un lado, me sorprendió que el argumento de uno de los cuentos era similar a un sueño que había tenido, y, por otro lado, porque los personajes de los relatos son niños y sus historias ocurren en los alrededores del barrio del Santuario, en una Guadalajara parecida a la que me tocó vivir. Dentro de esos primeros libros está también una edición de 1963 del famoso relato del italiano Giulio Cesare Della Croce (1550­1609) titulado Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, que trata de las divertidas aventuras de un personaje rústico y deforme que era dueño de una sorprendente sabiduría. Se trata de uno de los más exitosos libros de la literatura carnavalesca. Ese ejemplar lo adquirió mi padre en una librería muy popular que estuvo ubicada a un costado del jardín donde hoy se encuentra la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara.

Una vez inoculada la afición por la lectura, lo demás fue continuar devorando este o aquel libro con temas variados hasta ir, poco a poco, decantando las temáticas afines a los intereses de cada etapa de mi vida y la elección de los autores que descubría o me recomendaban.

El inicio de mi biblioteca fue aquella repisa donde se acomodaban si acaso diez libros. Hoy no sé con exactitud cuántos he acumulado, pero no son tantos porque unos llegan, otros se van y algunos permanecen debido a que algo significaron y aún persiste la esperanza de que algún día los releeré. ¡Pero hay tanto qué leer!

Sí, soy de los tantos y tantos que tienen el privilegio de saber leer, y lo he aprovechado.


Texto tomado del libro ‘Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura’, coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara.

AQ

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