La capacidad de simbolización
es un rasgo esencial del lenguaje;
pero la habilidad de representarnos
a nosotros mismos mediante las palabras
dista mucho de ser cosa probada y evidente
o un resultado automático de la evolución.
Esta conciencia de ser nosotros
quienes somos, ha sido gradual,
alcanzando su culminación
en el Siglo de las Luces con Descartes:
“Y notando que esta verdad:
yo pienso, por lo tanto soy,
era tan firme y cierta…
juzgué que podía admitirla,
sin escrúpulo alguno,
como el primer principio de la filosofía…”
Dos siglos de yo es nada si se piensa
en los cuatro millones de años
que con parsimonia nos preceden…
Pero el apego que el yo ha suscitado
al unísono con el reinado absolutista
del habla, el lenguaje y la escritura,
no tiene parangón en la naturaleza.
Y no me parece exagerado a estas alturas
hablar más bien de una auténtica tiranía
que no de una monarquía absoluta.
Los seres humanos vivimos hablando
con los demás pero, sobre todo,
día y noche con nosotros mismos.
Un río de palabras que no cesa
y que se dedica a construir historias
de todo género y toda clase,
sobre todo acerca de nuestra vida.
Estamos tan acostumbrados
a este interminable río de palabras
que la mayor parte del tiempo
ni siquiera nos damos cuenta de que existe.
Pero ahí está: hablando sin cesar…
un perico formidable en cada mente.
Y el perico lo único que quiere
es hablar y hablar y hablar…
Hablar sin pausa y sin sosiego
y mantener concentrada la atención
en su discurso, por absurdo,
coherente o deshilachado que este sea.
¿Cómo prestar atención a los acuerdos,
a la belleza, al misterio del cosmos,
a la real existencia de los demás,
si el perico no deja de hablar?
AQ