“Si quieres ser universal, habla de tu aldea”, recomendaba Lev Tolstói a los jóvenes aprendices de escritor que se le acercaban en busca de consejo. Pocos autores han cumplido esta indicación con la firmeza de Leonardo Sciascia, que en sus sesenta y ocho fecundos años de vida profesó una devoción por su país natal que, a la vez que le impidió alejarse de él durante más de un mes seguido, le permitió comulgar con la idea del expresionista Renato Guttuso, su amigo y coterráneo: “Hasta cuando pinto una manzana está Sicilia”.
Portadora de un núcleo innegable de descomposición sociopolítica, la manzana que Sciascia dibujó a lo largo de una obra que abarca la novela y el relato, el ensayo y el teatro, la pesquisa histórica y el periodismo combativo, constituye según el biógrafo Matteo Collura “un punto de observación ideal, una metáfora del mundo”. Más que metafórico, no obstante, resulta emblemático el hecho de que el escritor naciera en 1921, el año en que se fundó el Partido Comunista Italiano —y en que nació asimismo Stanisław Lem, otro clásico con enorme influencia en la literatura moderna—, y muriera debido a un cáncer de la médula espinal en 1989, cuando el PCI comenzó a agrietarse con la caída del muro de Berlín: un paréntesis donde caben las convulsiones que modificaron la faz contemporánea no sólo de Sicilia sino del orbe entero.
También es emblemático que Sciascia viera la luz en Racalmuto, una pequeña comuna de la provincia de Agrigento donde probó sus armas en el campo del magisterio entre 1949 y 1957, y falleciera en Palermo, la capital donde continuó su labor de enseñanza entre 1957 y 1968: ambos enclaves sirven de algún modo para abrir y cerrar su obra. Racalmuto aparece disfrazado con otro nombre aunque plenamente identificable en Las parroquias de Regalpetra (1956), fabulosa mezcla de autobiografía y testimonio que algunos consideran el primer libro del autor —pese a que hay tres títulos previos— y en donde se empieza a perfilar el concepto de “sicilianización del mundo”, creado para describir el nexo indisoluble entre el poder y el crimen organizado, que despuntaría en El día de la lechuza (1961), la novela que incluye una nota en la que la mafia se define como un sistema que “no surge y se desarrolla en el ‘vacío’ del Estado […] sino ‘dentro’ del Estado”, y cristalizaría en El contexto (1970), obra maestra donde se sugiere un poder que “degenera en la inexplicable forma de una concatenación que bien podríamos tachar de mafiosa”. Por su parte, Palermo, el Palermo de finales de los treinta, es el locus donde se ubica Puertas abiertas (1987), una de las mejores novelas de Sciascia, lanzada dos años antes de su muerte: un feroz alegato contra la pena capital en el que la “metáfora suprema del orden” a la que alude el título halla su reverso en las puertas cerradas de la realidad cotidiana, que aguardan a todo aquel que desea “estar despierto, indagar, comprender y juzgar”.
Justicia es un término inseparable de la obra sciasciana: “Para mí —indicó el autor en una entrevista— todo se relaciona con el problema de la justicia, en el que está implicado el de la libertad, la dignidad humana y el respeto entre los hombres. Un problema que se asoma a la escritura y que en ella encuentra su condena o su redención”. A esa escritura “de compromiso civil, de rigor moral, de firme y cristalina geometría”, según Vincenzo Consolo, se asomó también un culto a la oposición que trajo varias angustias, incluida la amenaza de muerte que Sciascia recibió en 1960, luego de participar en un coloquio sobre la diseminación del virus mafioso, y que lo hizo reafirmar su idea de la historia como “un cúmulo de injusticias, atropellos y falsedades”. Esta noción, rastrea Matteo Collura, se remonta a una estampa de la niñez: el abuelo paterno de Sciascia —figura nodal en su formación junto con su madre y sus tías— salía al balcón de la casa familiar para gritar consignas contra un noble que mandó asesinar a un primo suyo y acabó siendo absuelto. Infancia es destino, reza el refrán, y Sciascia era consciente de ello: “Todo lo que en la vida acontece —señaló al hablar del Gustave Flaubert de Bouvard y Pécuchet— se puede decir que ha sucedido en los diez primeros años de nuestra existencia […] Somos en esencia y en nuestro modo de ser lo que los lugares, las personas, los acontecimientos y los objetos han suscitado, diseñado y grabado dentro de nosotros en esos diez primeros años de vida”. Preso en el orbe cerrado de Racalmuto durante la consolidación del régimen fascista, Nanà —ese era su sobrenombre infantil— se abrió al mundo a través de la lectura y la escritura; no en balde uno de sus cuadernos escolares ostentaba en la tapa una leyenda que representaba una declaración de principios: “Autor: Leonardo Sciascia”. En ese gesto, fundamentado muchos años después en una serie de charlas con Domenico Porzio —“Siempre me ha gustado escribir. Al inicio eran los objetos mismos de la escritura: los cuadernos, los papeles, las plumas, los lápices, la tinta. Recuerdo el sabor de la tinta: casi me la bebía”—, se intuía ya al gran interlocutor de Alessandro Manzoni y Vitaliano Brancati, de Voltaire y Stendhal, de Jorge Luis Borges y Luigi Pirandello, este último el padre espiritual al que Sciascia dedicó dos libros magníficos: Pirandello y el pirandellismo (1953) y Alfabeto pirandelliano (1989). Por su parte Adorable Stendhal, volumen curado por Maria Andrónico Sciascia, compila los ensayos consagrados a otro guía primordial del siciliano.
Como su obra, dividida en dos hemisferios —el histórico y el policiaco— que en varios títulos se funden y confunden en perfecta armonía, la vida de Sciascia tuvo dos facetas que lograron engendrar a un personaje de fascinantes paradojas. Estaba el hombre público, toda una “autoridad intelectual en la lucha contra la mafia” —dice Collura—, el “cristiano sin iglesia y socialista sin partido” —como él mismo se definía—, el anticlerical implacable y antifascista no ideológico, el periodista caudaloso e imbatible que aceptó ser asesor de la editorial Sellerio, el pesimista que defendía su postura vital apuntando con razón que la realidad es pésima. Y estaba el hombre privado, el que nunca bailó ni jugó futbol ni montó en bicicleta ni condujo un automóvil ni se bañó en el mar, el abstemio absoluto aunque fumador empedernido, el individuo cuya timidez extrema lo hacía preferir el retiro en la finca campestre de Noce y en el núcleo familiar encabezado por su esposa Maria y sus hijas Laura y Anna, el coleccionista que se inclinó tanto por fotogramas de películas como por grabados de diversos autores y objetos napoleónicos para confesar: “El coleccionismo me ayuda a vivir. No diré que sea precisamente la felicidad, pero ayuda. Te crea una expectativa porque esperas encontrar algo siempre, algo que añadir.” Marcado a fuego por el suicidio de Giuseppe, su hermano menor, que a los veinticinco años se dio un balazo con la pistola paterna en una mina de azufre, Leonardo Sciascia se debatió entre esos polos contradictorios sin jamás perder de vista el consejo de Lev Tolstói. Fue así como pudo pintar la manzana siciliana, una fruta de reminiscencias bíblicas que en sus libros adquiere el violento fulgor de las historias que intentan ser acalladas por el ruido y la furia de la Historia.
AQ