Rebelde agitador cultural, el escritor, activista y ex guerrillero Eduard Limónov murió el 17 de marzo a los 77 años. Por eso recuperamos este texto publicado en Laberinto en junio de 2019.
He titulado todo lo reunido en este volumen El libro de las aguas. Podría haberlo titulado El libro del tiempo, porque del tiempo se trata, pero he preferido el agua. El agua lleva y se lleva todo; es imposible bañarse dos veces en las mismas aguas. El resultado ha venido a ser esta obra rara, salpicada de apuntes geográficos y de coincidencias providenciales. En una ocasión, en Venecia, en 1982, recorrí una de las orillas del Adriático en compañía de gente bastante peculiar; once años más tarde vagaría por la orilla opuesta, la del Adriático balcánico, con un fusil de asalto, formando parte de la policía militar de la República Kninska Krajina, hoy desaparecida. En verano de 1974, en compañía de unas guapas mujeres, pasé por Gagra en dirección a Gudauta, en el coche deportivo de un francés; en 1992 erraría por la playa de Gudauta, cubierta de malas hierbas, aventurero llegado allí para socorrer a la República de Abjasia.
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Ocurre, además, que he tratado de pescar en el océano del tiempo las cosas verdaderamente esenciales para mí; y que, releídas las 40 primeras páginas del manuscrito, no he podido hallar más que guerra y mujeres. Fusiles y semen en los orificios de mis hembras amadas: he ahí el modesto resumen de mi vida. En parte, todo esto se justifica por el lugar en el que escribí este libro, una prisión militar para enemigos del Estado. En parte… Pero no del todo
Algunos episodios del libro ya han aparecido en otros libros míos. Sin embargo, expuestos en contexto distinto, carecían de profundidad y de énfasis, tenían aire de bocetos. Ahora están acabados, han adquirido entidad independiente. El libro de las aguas se refiere a las aguas de la vida, y por eso sus episodios están intencionadamente entremezclados, como entremezclados están los recuerdos en la memoria o flotan los objetos en el agua. Tienes a la vista, lector, un libro de memorias original. Y dado que siempre he tenido inclinación a la ambivalencia —desde joven me conduje como un Don Juan o como un Casanova, persiguiendo al mismo tiempo el destino de un soldado o el de un revolucionario al estilo de Bakunin o Che Guevara—, el resultado ha sido igualmente ambivalente, una mezcla entre el Diario de Bolivia y las Memorias de Casanova.
Mar Mediterráneo. Niza
Natasha era una chica alta con cuerpo de nadadora. Nadaba con mucha seriedad. Se ponía el gorro esmeradamente, entraba al agua con aire reflexivo y solo en el último momento, cuando alcanzaba la profundidad suficiente y se tumbaba en la ola para nadar, se permitía un débil chillido. Después, se aplicaba al trabajo de la natación concienzudamente y se enfadaba cuando otros nadadores la salpicaban al pasar a su lado. Mirándola desde la playa, me decía: “Allá va mi mujer, nadando”.
Cualquiera en aquella playa de Niza podía birlarnos nuestras cosas, por eso nunca nadábamos juntos. Salía ella del mar y al mar entraba yo: no había allí tercero ni cuarto en discordia. El mar estaba deslumbrante. Color aguamarina, como en los folletos turísticos. Lo único que arruinaba la estampa marítima era el interminable zumbido de los coches por el paseo de los Ingleses. La calle se estiraba por encima de la playa, y la gasolina de los tubos de escape, el asfalto recalentado y los miles y miles de automóviles acorazados, incandescentes y hediondos, se dejaban notar también allí, junto al mar.
El agua parecía leche tibia. Natasha estaba enfadada, porque no teníamos compañía ninguna. Habíamos recorrido toda la costa mediterránea para llegar a Niza desde la villa de Béziers. Hasta Béziers nos había acompañado Michel Bideau, grácil y lleno de ironía. Bideau, que siempre iba en sandalias. Natasha lo intimidaba. Habíamos pasado tres semanas en su casa, en la aldea de Camprafaud, y nos habíamos asilvestrado bastante. En verano, la aldea tenía once habitantes, contándonos a nosotros; en invierno, se quedaban en ocho. Íbamos a Niza pasando por Tolón, Marsella y Cannes, en un tren con las ventanas abiertas y la gente de pie, como en un cercanías ruso. Era gente sencilla, árabes joviales, marineros de gorra con pompón. Borrachos, unos cuantos. Pasaban como una exhalación andenes y palmeras. En aquel tren Natasha se encontraba mucho más a gusto que en Camprafaud, porque los árabes y los marineros la miraban y parecían contentos. Ella siempre ponía contentos a los tipos humildes, vulgares o medio delincuentes. En Camprafaud, no tenía quien la mirase. De los ocho habitantes que invernaban en la aldea, dos eran una cariñosa pareja de homosexuales que criaban cabras y producían con su leche queso fresco para venderlo luego en el pueblo más cercano, Saint-Chinian; los otros seis eran niños, jovencitas y ancianos.
En Niza nos esperaba el estudio de una amiga de Natasha. Todos los apartamentos del edificio tenían su acceso desde el mismo pasillo interminable. En el nuestro había un balcón y una cama incómoda que parecía el colchón que se coloca sobre la estufa de una isba rusa. Mi lujuria sacaba de quicio a Natasha, que se resistía, irritada. A veces me soltaba: “Anda, dale”, indignada e inmóvil, como un cadáver. Por las noches cenábamos en algún restaurante. Natasha resplandecía: las piernas morenas, su falda roja, su blusa negra con lunares blancos, la voz ronca y el gesto sarcástico y amargado. Pero tampoco los restaurantes le gustaban, aunque yo los elegía caros. Aquel año gané pasta. Fue mi último año de paz. 1990. Natasha se aburría en aquellos restaurantes de Niza. En París no solíamos ir a restaurantes, habida cuenta de que ella trabajaba precisamente en restaurantes —durante muchos años en el exclusivo Rasputin y, más adelante, en el popular Balalaica—. La perspicacia de la que siempre había presumido había alcanzado ahora un punto que me hacía sentir asco de mí mismo. El diagnóstico era evidente. Si en Camprafaud no había hombres ni quien se fijase en ella, la admirase y le dijese cumplidos (pálido, enjuto, de complexión adolescente y a menudo fumado, Michel Bideau no parecía en absoluto un aspirante para el flirteo), Niza, por el contrario, estaba repleta de hombres, y la mitad de los camareros parecían Alain Delon. Sin embargo, había una barrera insalvable, un obstáculo entre Natasha y todos aquellos Delones: yo. Natasha me amaba, pero amaba la vida con la misma intensidad que a mí. Quizá un leve coqueteo hubiera bastado para dejarla satisfecha, pero tampoco teníamos compañía.
En suma, que aquel mes de ascetismo se dejaba notar lo suyo. Natasha nadaba cada vez más seria.
Me puse a examinar los pringosos guijarros que se me habían clavado en los pies. Pude percibir rastros de fuel. Seguramente, los señoritos y las señoronas con el coche averiado habían diseminado por la arena, para lavarlos, carburadores y amortiguadores, llenando la playa de porquería. Me levanté y divisé la cabeza de Natasha, que nadaba a lo lejos, junto a las boyas rojas. Me di la vuelta y observé la ciudad. Toldos de colores cubrían las terrazas de los espléndidos hoteles. Sobre Niza temblaba una calima sofocante.
Fueron días muy felices, días de tedio y desconcierto.
Visitamos la catedral rusa y tuvimos una bronca épica en la estación. Me espetó a gritos todo lo que encontraba de malo en mí, lo que le daba asco y lo que finalmente no podía soportar. Entonces me asombró la injusticia de sus acusaciones, hoy no recuerdo ni una sola palabra. A continuación, hicimos las paces y salimos a toda velocidad en un expreso rápido TGV, camino de París. Me bebí dos latas de cerveza helada, de un litro cada una, y, al llegar a nuestra casa en la Rue de Turenne, empecé a morirme de asfixia. Pronto sabría que no eran sino los primeros embates del asma.
Mar Negro. Tuapsé
Salidos del pozo más negro de mi memoria, acaban de venirme a la cabeza algunos chispeantes recuerdos, tan añejos que se dirían de los tiempos de los persas y los antiguos griegos. Estamos en 1960 o quizá en 1961. Voy camino de Tuapsé en un autobús descuajaringado. Por qué, con qué objeto, no consigo recordarlo. Me acuerdo, en cambio, de que llevaba una maleta pequeña, herencia de mi padre; Veniamín Ivánovich la había arrastrado siempre consigo en sus desplazamientos oficiales. La maleta estaba cubierta de pegatinas. Pero juro que no hay manera de que recuerde qué tipo de pegatinas pudieran ser. De Nueva York o de Ámsterdam no iban a ser, eso es evidente, y muy probablemente fueran de marcas de cigarrillos extranjeros. La maleta va medio vacía, dentro guardo una hogaza de pan. Visto pantalones de chándal y una chaqueta de bouclé que hace tiempo me queda pequeña: me la ponía en octavo grado, y ya he terminado décimo. Tengo diecisiete años.
El bus avanza, renqueante; tiene unos neumáticos de mierda: la goma siempre es un desastre en Rusia; sin embargo, el ambiente está animado. Viaja poca gente, es primavera en el sur, las ventanas están abiertas: calor, polvo, una carretera de montaña. Hipotetizaría más adelante que fue ese mismo tramo sobre el mar el que recorrieron los personajes de El torrente de hierro, la novela de Serafimóvich. (Hace un par de años la volví a leer con auténtico gusto; evoca la ética de Taras Bulba y no desmerece en nada de La guardia blanca, de Bulgákov.) A ratos, saco el pan de la maleta y lo voy engullendo, partiéndolo en pedazos. Un individuo mayor, huesudo, con el triángulo de una marinera debajo de la camisa, me mira varias veces desde el par de asientos contiguo y me ofrece un trozo de pollo. Lo acepto. Se llama Kostia. Me presento. Soy un chaval de Leningrado, voy a Tuapsé, a casa de mi tía. ¿A qué viene eso de que soy de Leningrado? Bien, la verdad es que yo era un chaval con ambiciones, y Járkov me quedaba pequeño, merecía algo mejor que Járkov.
“Pero, chiquillo, ¿te vas a comer el pan sin nada?”, me dice en ucraniano una abuela, mientras me ofrece un trozo de pescado. Lo acepto.
No tengo a nadie en Tuapsé, por supuesto. Ni tía, ni dirección alguna. Soy un chico leído, un poeta, un niño, y voy a ampliar mi territorio, a encontrarme con bellas y con bestias, con molinos de viento y de acero que me sajarán las manos.
Para un joven que pasa la noche, hasta el alba,
mirando, absorto, estampas,
hay nuevos horizontes tras de cada horizonte,
y, detrás de cada desmonte, otros desmontes…
Ahíto de láminas, contempladas en mitad de la noche, marcho, como Rimbaud, huyendo hacia ninguna parte, poseído por una poética inquietud, movido por la añoranza de los grandes espacios.
Pero hay que viajar solo. Es la única forma de gozar de la exuberancia de la vida real. Aunque, por desgracia, viajar solo resulte casi siempre imposible.
Me bajo en Tuapsé y trato de alejarme de Kostia, el marino, lo más rápidamente posible. No quiero que sepa que le he mentido. Me había dado a comer de su pollo guisado, contándome historias de su vida, y me había invitado a medio vaso de vodka. Cuando me preguntó en qué calle vivía mi tía, mascullé: “Calle Lenin”. El marino pareció extrañarse. No entendí de qué. Puede que la calle de marras fuese tan céntrica que solo hubiese en ella edificios oficiales, grandes almacenes, el comité municipal…, y no edificios de viviendas; puede que su perplejidad obedeciera a alguna otra razón. Porque en cada villorrio soviético ha habido siempre una “calle Lenin”.
No hubo nada que hacer. El buen hombre me acompañó hasta la dirección que le di. A cuatro pasos de la casa le confesé la verdad. Le dije que en realidad no conocía a nadie allí, que había venido a dar en Tuapsé por casualidad, que era en Sochi donde vivía mi tía, pero que no había conseguido dinero suficiente para comprar billete hasta Sochi. Me dijo que debería habérselo dicho mucho antes, pero me hizo acompañarlo. Su mujer nos recibió con escasa amabilidad. El susodicho Kostia volvía a casa sin lo que fuera que hubiera ido a comprar a Novorosíisk. El domicilio de Kostia era un cuarto minúsculo en un barracón de madera junto al puerto. Pude contar cinco o seis puertas en el pasillo comunal. Aparte de Kostia y de su mujer, lo ocupaban una niña de unos seis años y un niño de teta. Pechugona y entrada en carnes, la mujer del marino era considerablemente más joven que él. No dejó de refunfuñar, pero nos dio de cenar pescado frito con patatas. Me hicieron una cama en el suelo, junto a la puerta. El niño no paró de llorar en toda la noche, ni Kostia de toser. Cuando me fui, temprano, por la mañana, seguía dormido. Su mujercita estaba lavándole el culo al niño.
—¿Ya se marcha?
—Sí. Le agradezco su hospitalidad.
—Agradézcasela a ese de ahí —e inclinó la cabeza hacia la cama—. Es buena gente. Siempre tiene que traerse a alguien. El otro día me trajo un minino con una pata rota…
Dicho eso, volvió a ocuparse del niño.
Salí y me puse a caminar a lo largo del interminable muro del puerto. El ferrocarril discurría en paralelo al muro. Caminaba con rapidez, pero tardé bastante en recorrerlo. Solo pasados un par de kilómetros di con un grupo de peones.
—¿Cómo puedo salir hasta el mar?
Los peones no manifestaron extrañeza alguna.
—¡Ahí mismo está, solo tienes que doblar esa esquina!
La doblé por donde me habían indicado. Atravesé un angosto paso entre los muros. A juzgar por las retorcidas grúas de los más variados formatos, tras ambos muros se escondía el puerto. Por fin lo vi: allí estaba, desplegándose ante mí, lleno de un agua brillante e intensamente verde, regurgitando con estrépito, el mar. Las tormentas de aquel invierno habían ido amontonando pedruscos en la playa de guijarros. Algunos tenían el tamaño de un barril. Marea baja: las negras algas despedían un soñoliento olor a carbono. Vi unos barcos a lo lejos, esperando a que les dejaran entrar en el puerto para la descarga. La bahía de Tuapsé era fresca y maravillosamente azul, como el mar en las novelas de Stevenson. Sobre mi playa salvaje se levantaba un peñasco. Coloqué mi maleta a los pies del peñasco y me quité la ropa; titubeé un segundo y me quité los calzoncillos también. Hacía frío, pero el sol había salido y se abría paso ya a través de la neblina matinal. Deslizándome, resbalando entre las piedras y lastimándome los pies, entré en el mar. Resbalé y me derrumbé antes de tiempo. El agua gélida escaldaba mi piel. Nadé.
El camarada Rimbaud salió del agua a toda prisa, sus pelotas eran dos cubitos de hielo. Se secó con una toalla. Se vistió. Se sentó en la maleta y regresó a su hogaza de pan con la vista puesta en la mar. Años después, escribí un poema que contiene unas líneas sobre aquel episodio.
La barcaza volcada, con la amarra tendida
y gruesa, de la que brotan dos cabos de cuerda.
La leña húmeda apilada y, en jirones de lino,
las nubes acercándose a la costa.
Tras un rato de murria el vagabundo,
como un borrón amarillo, va dejando atrás la bahía de Tuapsé.
Con la bahía de Tuapsé a su espalda,
en dirección a la vía del tren,
se le ve alejarse, pantalón amarillo
y la cabeza llena de sueños ferroviarios…
Lo que sucedió en realidad fue más o menos esto: el camarada Rimbaud, la piel llena de sal, se dirigió a la estación. Conoció a un chaval, un granuja de 12 años. Escamotearon algo entre los dos y se fueron a venderlo a un arrabal de pescadores. Allí entraron en la choza de otro joven corpulento, este de 19 años, vestido con una gruesa camiseta de algodón. La choza entera apestaba, atestada como estaba de perolas con el pescado puesto a salar. Los chavales sacaron de una de ellas un par de peces con que acompañar el pan del camarada Rimbaud y se tumbaron a dormir donde pudieron. A la mañana siguiente, temprano, el de 12 y el de 19 llevaron al chico leningradense al aparcamiento de autobuses y camiones. Una hora más tarde, el poeta partía en el remolque de un camión en dirección a Sochi. Una semana después, estaba trabajando ya en un sovjós dedicado al cultivo del té en las montañas, cerca del pueblo de Dagomýs. “Cerca” quiere decir a medio centenar de kilómetros montaña a través. El poeta se dedicaría entonces a extraer tocones del terreno, preparando el paraje para una plantación de té. Recuerden eso cuando abran un paquetito de “té de Georgia”.
ÁSS