Las nubes ensangrentadas se diluían entre la serenidad vespertina. Amenazantes, flotaban encima de un puñado de casas que rodeaban los pies de la montaña. Sara preparaba, junto con Matilde, un ponche de frutas para beber por la noche. Hacía frío. Las pequeñas olas de aire arremolinaban la hojarasca que se acumulaba en los caminos de piedra. Matilde avivaba la lumbre.
Ya casi, ya casi, le decía a Sara.
Me gustan los gatos. Ojalá en esta Navidad me traigan uno, hablaba.
Qué dices, preguntó Matilde.
Nada, gritó Sara.
Matilde tenía la piel picada por el sol. Casi no le gustaba hablar. Prefería cocinar y quedarse en silencio removiendo la lumbre. Sara podía percibir el suave olor a ocote que emanaba de su piel.
¡Maldita sea!, prorrumpió Matilde. Ya llegó el malsano de tu padre.
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Sara escuchó el motor de la camioneta. Entre los horcones y las vigas, la perra salió a husmear. Las garras ambarinas provenientes del cielo hincaban su furia sobre la llanura pelona. Ignacio llevaba un sombrero de ala ancha que el viento intentó llevarse. Estaba impaciente, vapuleaba las ramas hasta desprenderle las hojas. El hombre entró a la casa y hundió su trasero en el sillón.
¡Papá! Hoy cenaremos rico, dijo Sara.
¿Sí? No creo que podamos hacer nada con la luz de hoy. Aparte de eso, la multa aumentará. Qué carajo, interrumpió él.
Dice mi madre que tenemos los candelabros del abuelo. Al parecer, vendrá con todo y sus almorranas, dijo Sara.
Ese viejo sólo vendrá a gritar. Como si no lo conociera tu madre, escupió él.
Afuera los perros comenzaron un ladrar. Una de las vigas de la bodega se tambaleó y asustó a los perros desatando una histeria general. Matilde mandó a callarlos y les aventó una tina con agua.
Cállense, perros malcriados, ordenó Matilde.
Si sólo tuviéramos un gato, mamá, gritó Sara desde la ventana.
¿Y a poco tú lo vas a mantener? Los animales también se hinchan de comida y de lujuria, reventó Matilde.
Sara se quedó callada. Ella lo único que pedía era una gatita calicó para Navidad. Había imaginado aquel momento. Acariciarla y dejarla dormir en sus pies.
Qué prepararás de comer, Matilde, preguntó él.
¿De comer? Aquí me chingo para darles de tragar. A duras penas y voy a preparar la cena. Deberías preguntar si puedes ayudarme en algo. Es mejor que de una vez acomodes los candelabros, dijo ella.
Lo haré y después me largo. Siempre tienes ese mal genio, rezongó él.
Pues si no te gusta…, balbuceó Matilde. No le dio tiempo de terminar la frase. Aventó la mezcla de tocino, nuez y fruta a la pared. De verdad se esforzaba para sorprenderlos.
Lámela si tienes tanta hambre, le gritó al hombre y se soltó a llorar.
Sara, que estaba mirándolo todo detrás de la ventana, agachó la mirada. El ponche estaba todavía en la lumbre. Olía a durazno, guayaba y canela. Debía llevarlo a la cocina. Su padre salió chistando.
Sara, le gritó. No la esperó. Se subió a la camioneta y arrancó.
El viento imprudente relamió los cabellos de Sara que se alzaban en el aire. Los horcones y las vigas se tambalearon y cayeron sin remedio sobre la perra. Aulló. Matilde no estaba allí. Lo único que Sara pensó fue en que ahora sí la dejarían tener una linda gatita calicó. Animada, buscó piedras grandes. Sonreía imaginando acariciar la cabecita de su minino. Dejó caerlas con fuerza sobre los ojos de la perra.
Creo que la perra murió, dijo Sara a su madre.
Matilde no la escuchaba. Miraba hacia el cielo ensangrentado.
¿Crees que el abuelo venga?
En corto.Perla Muñoz
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