Paseando entre los árboles, tu hijo aprieta contra el pecho su juguete más valioso. Los mayores —simples e infantiles— deseamos impactarle con regalos de luces parpadeantes, sofisticados y ruidosos, pero él prefiere cosas minúsculas y sencillas. En su caja de lata guarda un tesoro incalculable de plumas de pájaro, guijarros, bellotas, tuercas, lazos y fragmentos de objetos rotos salvados al borde mismo de naufragar en el basurero. Hay un placer ancestral en poseer un cofre propio, y la aspiración a una habitación propia quizá sea sólo su versión adulta.
Probablemente, la primera herramienta no fue un cuchillo de piedra o una lanza, sino un recipiente para atesorar cosas. Frente a la tradicional teoría belicosa y cinegética, la arqueóloga Elisabeth Fisher propuso en 1975 una hipótesis más práctica y vital. En el principio habrían sido más bien la concha, la calabaza, la vasija, el saco en bandolera, el receptáculo y la palabra. Algunos años después, Ursula K. Le Guin imaginó en The Carrier Bag Theory of Fiction que la pulsión narrativa habría nacido cuando los humanos colocamos algo en una cesta para engullirlo o compartirlo después. Al transportar alimentos en un saco, nuestros antepasados podían saciar su hambre allá donde eligieran. Ya no necesitaban buscar el río para beber o los frutales para comer; podían llevar el río o el bosque con ellos. Al cargar más de lo que cabe en las manos, estas primitivas mochilas nos permitieron emprender largas jornadas a la caza de grandes presas. De esas aventuras surgieron las historias, que son —a su vez— vasijas de conocimiento. Antes del recipiente, solo existía el presente y lo que se tenía a mano. Cuando empezamos a narrar, dilatamos el tiempo e inventamos el futuro. Un bolso fue el preludio de la cultura.
No es casual que una de las leyendas griegas fundacionales gire en torno a una caja. Según el mito, cuando Prometeo robó a los dioses el secreto del fuego para la humanidad, Zeus tramó un furibundo castigo. Entre malévolas carcajadas, ordenó al dios herrero crear un autómata en forma de mujer seductora. Pandora era una criatura modelada, en griego plastés, de donde procede la palabra plástico, o sea, lo que se puede moldear —de ahí la cirugía plástica—. Aquella joven, precedente del robot de Metrópolis y de las bellas replicantes de Blade Runner, traía como dote un ánfora sellada. Los dioses se la ofrecieron a Epimeteo — “el que actúa antes de pensar”— quien, sin intuir la trampa, aceptó el regalo envenenado. Cuando fue consciente del error, era demasiado tarde. Pandora, ignorante de su fatal destino, sintió curiosidad por el contenido de la vasija, abrió la caja de los truenos, y se extendieron por el mundo la muerte, la enfermedad, el dolor y todas las desgracias.
A partir de la teoría de la bolsa, David Farrier explica en su deslumbrante ensayo Huellas que el plástico ha invadido desde hace un siglo nuestros hogares y nuestra vida cotidiana. Los alquimistas medievales soñaban con fabricar metales preciosos a partir de materiales cotidianos, pero el plástico ha logrado encarnar la idea misma de la transformación infinita, un prodigio capaz de convertirse en el asa de una cazuela, la alcachofa de la ducha, un flotador o una joya. Es la primera sustancia mágica que consiente en ser prosaica. Tan cotidiana que cada año se desechan un billón de bolsas de plástico, y la inmensa mayoría acaba en los océanos, ahogando con sus redes viscosas las vidas de algas, corales y toda clase de especies marinas.
A finales del siglo pasado, cuando la sociedad vivía hechizada por el brillo colorista de una engañosa prosperidad, la banda británica Radiohead denunció en Fake Plastic Tree la falsedad de un mundo postizo, donde se riegan plantas artificiales y donde los seres humanos viven obsesionados por la cirugía plástica —aunque, como dice la canción, la gravedad siempre vence—. En épocas remotas, la invención de las bolsas nos hizo libres para recorrer el mundo: no permitamos que hoy sus herederas asfixien nuestras aguas y nuestros árboles. Lo propio de las antiguas leyendas es el bosque encantado, no envasado.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, S.L.
© Irene Vallejo
AQ