Eran reuniones curiosas las de Madrid. Estábamos todos o casi fuera de Argentina, pero la conducción de Montoneros exigía que asistiéramos vistiendo uniforme. Difería muy poco del que usaba el ejército argentino, como si los vencidos quisieran arrancar algún lustre a sus vencedores: camisa celeste con insignias en el cuello, el grado y otros aditamentos prácticamente iguales. Como llegábamos “de civil” ante todo había que proceder a lo que yo llamaba sección vestuario para ira del comandante responsable que hacía honor a su apellido, Perdía. Creía en el foquismo y se la pasaba arrancando con prolijidad empecinada, pedacito a pedacito, la etiqueta de la botella de agua mineral instalada en la mesa.
- Te recomendamos Juan Gelman, ponerle vida a la muerte Laberinto
Tampoco eran reuniones diferentes a las de Buenos Aires: el pequeño burgués responsable de la célula criticaba nuestros pecados pequeño-burgueses. Conocí la misma práctica en el partido comunista, solo que en Montoneros la crítica se la hacían a uno, otra manera de suspenderle el conocimiento de sí. Esta clase de moralidad revolucionaria se extravió en los pasillos de la judeo-cristiana, “esa vulgaridad insondable” para Nietzsche, un solo Stalin Dios, una sola línea política, una sola conducción sin cambios ni impugnaciones. ¿Cómo objetar a quienes en pleno exilio “sabían”, creaban futuro, nos construían una organización como útero calentito que se justificaba a sí misma por sí misma? “Viva Polonia, porque si no hubiera Polonia no habría polacos”, decía el Rey Ubu.
En mi calidad de responsable de prensa para Europa de la Orga participé en una reunión en La Habana. El jefe-jefe Mario Firmenich presentó en ella un plan para derrocar a la dictadura que apenas contemplaba la muerte de cinco mil montoneros, solo que no había cinco mil montoneros. Delirio de alguien convencido de tener una misión. La dictadura militar había aplastado a la guerrilla y recuerdo el gesto negligentemente satisfecho con el que Firmenich cerró la perorata.
AQ