Ofelia Fernández Mollé es una muchacha formal, feliz, a punto de casarse. Pero una tarde su vida cambia abruptamente para convertirse en una maraña de sentimientos encontrados: delicia, inquietud, felicidad, incertidumbre, miedo y mucha culpa. Con grandes vaivenes interiores y a través de difíciles decisiones, se va convirtiendo en una mujer adulta que enfrenta a su propio modo las circunstancias que le han tocado.
En tiempos de agitación y cuestionamiento de los roles de género, Eduardo Sacheri ha escrito una hermosa novela cargada de preguntas sobre el enamoramiento, la exclusividad amorosa, el matrimonio, el dolor, el secreto, el destino y la libertad interior. Y nos brinda una heroína a la altura de todas las épocas en que crujen los cimientos de un orden moral y se asiste al nacimiento de otro nuevo.
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FRAGMENTO
El timbre suena puntual a las cinco de la tarde y Delfina salta de su silla y aplaude mientras da unos saltitos por el living. Mamá, Rosa y yo le hacemos gestos de que no sea escandalosa.
—Tu novio te va a escuchar —advierte mamá.
Mabel, para variar, menea la cabeza y nos desaprueba:
—¿Y qué problema hay si el novio la escucha?
—Que queda como una tarada, nena —responde Rosa.
—¿Una tarada por qué? ¿Por ponerse contenta?
Ernesto se mete en la conversación:
—¿Vos también aplaudías cuando yo tocaba el timbre?
La pregunta va dirigida a Rosa, su mujer, que se ruboriza y me mira a mí como si buscase ayuda.
—Por supuesto —es Mabel la que contesta—. ¿No ves cómo escucha tu voz, aún ahora, y todavía se le suben los colores de puro amor?
—Callate, nena —Rosa intenta disciplinar a Mabel desde su estatura de primogénita.
—Bueno, bueno —dice papá. Dos palabras, y el resto de la espera la hacemos en silencio.
Delfina vuelve desde la puerta de calle seguida por su novio. Con Rosa y Mabel intercambiamos apenas las miradas necesarias para entendernos. Sí, es alto como dijo que era. Sí, es buen mozo, más de lo que le concedíamos cuando nos lo describía. Sí, en principio nos gusta, pero tampoco estamos dispuestas a ponérsela tan fácil.
—Buenas tardes, señor. Manuel Rosales, un placer —dice el recién llegado mientras le tiende la mano a papá.
—José Fernández Mollé, encantado —dice papá después de incorporarse y mientras se la estrecha—. Le presento a mi esposa, Luisa. Mis hijas Rosa, Mabel y Ofelia.
Cada una de nosotras se adelanta unos pasos para estrechar la mano del pretendiente. Esa fue la palabra que usó papá: “pretendiente”. Nos habíamos pasado buena parte del almuerzo del domingo anterior (y buena parte de la semana que siguió) discutiendo entre nosotras si el novio de Delfina debía ser presentado a la hora del almuerzo o a la hora del té. Rosa y mamá eran partidarias de que viniese a comer. A Mabel y a mí, en cambio, nos parecía una tortura excesiva someter al pobre muchacho a nuestro análisis exhaustivo desde tan temprano. ¿Tenerlo ahí desde las doce, como un sapo sobre una plancha de corcho en el laboratorio de ciencias, para darnos el gusto de estudiarlo a fondo? Nos parecía demasiado. En cambio, si venía recién a las cinco el suplicio no iba a extendérsele más de dos horas, dos horas y media. Como de costumbre, nuestra discusión bizantina terminó resuelta desde fuera de nuestros laberintos. Papá dijo que quería dormir la siesta tranquilo, y recién después, bien descansado, enfrentar al “último pretendiente”.
Cuando escuchó esas palabras, a Delfina se le abrieron los ojos como platos, aunque ahora que lo pienso tal vez no fue tanto por lo de “pretendiente” como por lo de “último”. Lo de último no se refiere a que Delfina haya tenido muchos. Al contrario. Manuel es el primer novio oficial que se atreve a presentar en casa. Es el último porque ella es la última. La más chica.
Y las hermanas Fernández Mollé somos ordenadas. Nos hemos ido poniendo de novias en riguroso orden cronológico. Primero Rosa, después Mabel y después yo. Y el primer novio ha sido, para todas, el único. Rosa lo presentó a Ernesto y se casó con él. Mabel lo presentó a Pedro e hizo lo mismo, aunque con Mabel se podrían hacer algunas salvedades porque su vida no tiene la placidez de las nuestras. Pero no viene demasiado al caso. Yo presenté a Juan Carlos y me voy a casar con él. La única originalidad que me permití fue que nos comprometimos con fiesta y todo, cosa que las mayores no hicieron. No nos condujimos así por afán de figurar. Sucede que a los dos nos falta un tiempo para recibirnos, y papá insistió en que “correspondía”, para por lo menos dar a entender que vamos en serio. Y los regalos que me hicieron no me vienen nada mal como para empezar a pensar en los bártulos que se necesitan para poblar una casa.
Con Delfina supongo que sucederá lo mismo. Me refiero a eso de demorar el casamiento hasta que terminen sus estudios. En este mismo momento, de hecho, papá le está preguntando a Manuel sobre los suyos. Está en quinto de Arquitectura, explica el muchacho, y trabaja en el Banco Hipotecario Nacional. En el área de créditos. Quiere quedarse ahí. Hacer carrera. A Delfina le desborda el orgullo y mamá le devuelve una mirada de ojos brillantes. Mabel menea la cabeza, como si la saturase un poco la corrección de nuestras acciones o la pequeñez de nuestros deseos. O las dos cosas. Qué misterio es Mabel, a veces.
—¡Ernestito! —dice de repente Rosa, y sale disparada hacia el dormitorio de papá y mamá, donde duerme su hijo.
—No sé cómo hace para escucharlo —comenta Ernesto, repantigado en su sillón.
—Madres —dice mamá, como si el sustantivo fuese explicación suficiente.
—En la vida es importante ser ordenado —declara papá, interesado en que la conversación regrese a los temas que le preocupan en lugar de derivar hacia el oído privilegiado de las madres para detectar los sollozos de sus críos.
Y vaya si lo es, pienso, y sonrío. Nosotras mismas, la familia que conformamos, parecemos la ejecución de un plan paciente y detallado, como esos muebles que papá diseña primero y construye después, en la fábrica.
—RP