Andrés Manuel López Obrador posee un deseo de trascendencia, acaso más todavía que el político promedio porque explícitamente ha renunciado a la acumulación de riqueza en cuanto objetivo de la función pública de acuerdo con la tradición política nacional, concentrándose en su papel en la historia, como un director que dispone del guión completo de la obra desde antes de comenzar. Y, todavía más, de alguien quien se ufana conocer a plenitud el contenido de las transformaciones históricas precedentes, la vida de todos y cada uno de los presidentes mexicanos, tal vez el único de ellos que ha visitado más de una vez todos los municipios del país. AMLO inscribe sus acciones dentro de una narrativa histórica en la que él mismo participa. Cada declaración mañanera y el consabido viaje semanal al interior del país son la evidencia puntual de una historia que el presidente pretende escribir día a día, a ras de piso. Historia en que, con personajes actualizados, se confrontan los adversarios decimonónicos en una escenificación del pasado. López Obrador es parte de los buenos. Y éstos, representados por los liberales con los que el presidente tabasqueño se identifica, son quienes ganaron. De esta forma, el presidente sabe de antemano que finalmente triunfará.
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La perspectiva histórica del presidente tabasqueño pertenece al régimen antiguo de historicidad dentro del cual la historia desempeña el papel de maestra de la vida, proveyendo de ejemplos del pasado a los hombres del presente para iluminar sus decisiones. Esto es posible porque, de acuerdo con esta concepción, la historia se repite, aunque obviamente no como una copia idéntica de la precedente. En función de eso, conocerla a detalle no es una práctica ociosa sino un insumo indispensable de las decisiones correctas del homo politicus. Así la concibe López Obrador. Por tanto, este conocimiento puntual del pasado nacional exime a AMLO de conocer las ciencias sociales, la ciencia en general u otros campos del saber. Con la historia basta, pues en ella están las claves del presente y del futuro, invaluable para quien se asume actor de su propia épica, en manos del que se mira cotidianamente en el espejo de la historia adelantándose a la posteridad bajo su atinada guía.
Ahora bien, ¿a cuál historia se acerca el presidente tabasqueño? Básicamente a la historia patria, a la historia de los libros de texto oficiales, la que se aprende en la escuela. Una historia confundida con el civismo. Ese tipo de historia en la cual las naciones poseen un rumbo definido de suyo, un destino. Sea porque esa historia esté gobernada por la Providencia, por alguna otra fuerza distinta de los procesos humanos, o porque corresponde a un ser nacional, es expresión de la esencia que constituye a las naciones en cuanto tales como pensaba Herder. La concepción de la historia de López Obrador tiene la impronta romántica. Ésta distingue fácilmente a los buenos de los malos, identifica al pueblo con la patria, moraliza el pasado y enaltece a los grandes hombres. Cierto, hay que decir, AMLO abreva además en el romanticismo social, el cual puso atención en las clases populares, en sus condiciones de vida y expectativas, en su articulación como pueblo. Un pueblo que es más un referente, discursivo y empírico, que un sujeto con voluntad propia.
La idea de la historia de López Obrador adopta también la postura romántica según la cual en algún momento aquélla se desvió del curso prestablecido a causa de objetivos espurios y las conductas pérfidas de algunos hombres, razón por la cual habría que combatir ese desorden y restablecer el curso natural precedente, orientado por la moral o la razón. Presente y pasado se atan con el futuro tan pronto la historia recupera la senda correcta. Cuando esto ocurra, se cerrará el círculo porque la sociedad superó las carencias, se reencontró con los valores básicos de la convivencia y armonizó el beneficio individual con el interés colectivo, en tanto que el Estado abatió la delincuencia de cuello blanco, la corrupción política y la impunidad, según reza el libro de campaña de López Obrador. Todo ello condiciones indispensables para alcanzar la fraternidad.
Sabemos que esto no es posible, pero eso es irrelevante. Lo significativo es que la fraternidad funciona como idea regulativa que orienta una dirección, organiza la práctica. A este respecto hay que recordar las constantes alusiones de López Obrador al individualismo, inclinación del espíritu que considera no promueve la mejora de la sociedad, antes bien contribuye a su deterioro porque corroe los lazos cohesivos de la vida comunitaria. En esto el presidente tabasqueño es antiliberal, al menos en el plano económico, dado que para el liberalismo clásico la búsqueda del beneficio individual permite alcanzar el bien común. Incluso el egoísmo es positivo para aquél. AMLO cree más en la comunidad, pero en una comunidad ética, posiblemente cristiana, que funcione de acuerdo con valores compartidos y observados por todos. Con base en ellos, él augura un renacimiento del país “a través de la reserva moral y cultural que todavía existe en las comunidades del México profundo y apoyados en la inmensa bondad de nuestro pueblo debemos de emprender la tarea de exaltar y promover valores individuales y colectivos”. Ello con el objetivo de “revertir el individualismo por los principios que alientan a hacer el bien en pro de los demás”.
López Obrador aprecia la comunidad en cuanto entidad cohesiva a escala local, pero la subsume dentro de una entidad superior, la nación, la cual integra a todos los agregados particulares, diferenciados únicamente por su cultura, de allí una de sus múltiples inadecuaciones con el proyecto neozapatista. Asimismo, los valores comunitarios enaltecidos por el presidente tabasqueño refieren exclusivamente a la convivencia sin adentrarse en las formas de propiedad. Esto quiere decir que AMLO carece de una propuesta colectivista a escala alguna, a lo más se inclina a promover o reforzar la propiedad estatal o propiedad de la nación. En este aspecto el presidente tabasqueño está plenamente inscrito en la perspectiva del nacionalismo revolucionario. Acaso ello se deba a que el colectivismo en cualquiera de sus magnitudes exige una autonomía y capacidad de decisión de los agregados sociales que por ningún motivo está dispuesto López Obrador a otorgar. Si la corrupción se barre de “arriba hacia abajo” es porque la cadena de mando funciona en esa dirección. Y ese principio no lo pone en duda ni lo somete a escrutinio alguno AMLO, porque en la república amorosa también el presidente manda.
Carlos Illades es orofesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Tomado de Vuelta a la izquierda (Océano, 2020).
ÁSS