Rius fue un hombre verde. Tan verde como los forros de su libro: Los moneros de México, (2004), imprescindible inventario de otros hombres verdes publicado por la editorial Grijalbo. ¿Pero qué es un hombre verde? Una rareza, algo excepcional. El término fue acuñado por Abel Quezada, verde entre los verdes, en un libro publicado en 1985 y alude a quienes tienen el don de dibujar, que estadísticamente son unos cuantos en el mundo entero. “Los que nacimos con esa bendición —escribe Quezada en el prólogo de Los hombres verdes—, no tenemos por qué preocuparnos en la vida. Nunca nos va a faltar nada. Somos como la mujer barbada... o sea, somos diferentes. Un hombre verde siempre podrá trabajar en los circos valido solamente de su color, sin necesidad de ser ni maromero, ni equilibrista, ni hombre bala. La gente lo verá siempre con curiosidad, con admiración. Y es que hombres verdes no hay muchos”.
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En Los moneros de México, Rius reúne y recuerda a esos seres extraordinarios que saben dibujar, y además poseen otra rara cualidad: el sentido del humor. El libro comienza con una lista, elaborada con los votos de veinte moneros, de los 50 favoritos de todos los tiempos, desde 1826 cuando en la revista El Iris el litógrafo italiano Claudio Linati publicó la que es considerada la primera caricatura mexicana, una crítica feroz a la tiranía.
En el podio de los hombres verdes están Helio Flores, El Chamaco Covarrubias y Naranjo; ellos son los predilectos de sus colegas, los del verde más intenso. La lista sigue con Abel Quezada, Rius, El Chango García Cabral, Helguera, Trino y así, en orden descendente de preferencia, hasta concluir con Zalce.
Pero la lista es lo de menos, una mera ociosidad. Lo importante son los mini apuntes biográficos de los convocados y la ejemplar muestra del trabajo de cada uno de ellos, motivo suficiente para la sonrisa o la carcajada, según el temperamento o estado de ánimo de los lectores.
Los moneros de México, un libro que debería volver a editarse, ratifica en cada página los alcances subversivos de la caricatura, su vocación crítica y, por extraño que parezca, toma como uno de los paradigmas de esta característica al asesino de Obregón. “Quien de plano no se midió en su crítica al Manco de Celaya (Álvaro Obregón para los despistados) —escribe Rius—, fue el joven dibujante de Excélsior José de León Toral, quien en un exceso de celo profesional acabó a balazos con la vida de Obregón. No sin antes hacerle un buen retrato al lápiz, que por cierto no le pagaron. Desde luego, no se le considera monero, pero no han faltado colegas que han sugerido se cree el Premio José de León Toral a la mejor caricatura personal que se le haga al Presidente de la República”. La idea no es mala, por supuesto.
En una época en el que se puede publicar casi cualquier cosa de los políticos, Rius recuerda los tiempos oscuros de la censura, cuando solo unos cuantos se atrevían a desafiar al poder. Como Juan Arthenack, creador del célebre Adelaido el conquistador, que en el apogeo del callismo publicó la revista El Turco, obvia referencia al Jefe Máximo. Apareció el 6 de marzo de 1931 y nunca más volvió a salir, porque fue cerrada por órdenes superiores.
El Brigadier Antonio Arias Bernal, hombre verde número uno de su tiempo, como dice Abel Quezada, fue también un crítico constante de la política mexicana y sus adláteres. En uno de los cartones del Brigadier elegidos por Rius dos inditos aparecen en primer plano mientras un grupo de hombres con traje negro y sombrero, panzones todos ellos, está en segundo plano. Uno de los inditos le dice al otro: “¡Ahí la tienes! ¡Es la plaga de la mosca PRIeta!”
Alberto Isaac no se quedaba atrás. En uno de sus dibujos, desde la ventana una madre mira pasar en fila a sus tres hijos vestidos como Tito Guízar en Allá en el rancho grande; el primero lleva un fuete, el segundo una guitarra y el tercero un portafolios. Orgullosa, le comenta a la vecina que está en la ventana de al lado: “Son mis tres hijos: el charro, el mariachi y el líder”.
Los moneros de México es un libro sin desperdicio y uno no tiene sino agradecer a Dios que la Iglesia haya perdido con Eduardo del Río a un sacerdote seguramente mal encaminado —recuérdese que fue seminarista—, mientras el país ganaba a uno de sus más célebres moneros y a un acucioso investigador del pasado de su tribu.
ÁSS