Cavilando sobre la emotiva convivencia entre humanos y perros, Michel Houellebecq explica en El mapa y el territorio que un can es un niño eterno cuya corta vida profetiza una inconcusa desgarradura en el corazón. “El perro es una clase de niño definitivo, más dócil y dulce, un niño que se hubiese detenido en la edad de la razón, pero además es un niño al que sobrevivimos: aceptar amar a un perro es aceptar amar a un ser que ineluctablemente te van a arrebatar”, y en esa que considero la mejor de sus novelas, el francés inventó su propia muerte, con lujo de crueldad, al lado de su mascota, quizá porque al concebir su peculiar historia noir Houellebecq decidió que su infortunado perro no merecía sobrevivir en la soledad o la indigencia.
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Curzio Malaparte anota en La piel: “El encuentro entre un hombre y un perro es siempre el encuentro de dos espíritus libres, de dos formas de dignidad, de dos morales gratuitas. El más gratuito y romántico de todos los encuentros”. “El viento negro”, capítulo sexto de esta obra esencial, es uno de los apartados más tristes que recuerdo. En éste, Malaparte evoca a su perro Febo, un can de ojos graves cuyo trágico final arranca lágrimas en el lector: tras una ausencia repentina, Malaparte encuentra a Febo en la perrera municipal, torturado hasta la muerte. Le han hecho una incisión en el vientre y le han puesto una sonda en el hígado, como parte de un tenebroso experimento. En la mirada de Febo hay llanto pero también dulzura. Malaparte acaricia una de sus patas y sólo dice en voz baja “Febo”, y el niño definitivo besa la mano de su dueño antes de emprender el viaje.
Amar a un perro es una forma de redención pero J. M. Coetzee decidió que el profesor David Lurie rechace la oportunidad de redimirse a través del perro al que le gustaba la música. Recordemos Desgracia: Lurie pierde su puesto en la universidad por el lío sexual con una alumna y abandona Ciudad del Cabo. Se recluye en una granja con su hija Lucy, quien es violada salvajemente por una pandilla local, pero ella se niega a presentar cargos. Tras las complicaciones en el trato con su hija y el propio examen de conciencia, Lurie termina auxiliando a Bev Shaw, una veterinaria que se dedica a sacrificar perros callejeros. Entre éstos, un can desnutrido y de trasero inválido se vuelve la compañía permanente de Lurie, que en sus momentos de descanso toca una flauta y descubre que las notas deleitan al animalillo. Bev Shaw advierte que Lurie se ha encariñado con el perro y le ofrece salvarlo. Sin embargo, cuando llega la hora del cachorro es el propio Lurie quien lo ingresa al quirófano y renuncia a él.
El viajero del siglo, de Andrés Neuman, libra el tedio de sus 531 páginas sólo por la última escena en la que Franz, el perro negro y de orejas puntiagudas que queda en la orfandad tras la muerte del organillero, corretea por las callejuelas, se detiene y orina en la ruinosa fachada de la iglesia de San Nicolás, después reanuda la marcha y da vuelta en una esquina mientras el viento acaricia su lomo y despeina su cola y el pueblo se hunde, monótono como el propio relato, en su fastidioso transcurrir. ¿Sobra decir que el vínculo de Franz con el organillero era la de un padre y un hijo, que esas dos almas se complementaban? Un perro, sí, es un niño definitivo. Un perro es un ser extraordinario cuya sabiduría proviene del conocimiento exacto de la luz y de la sombra de este mundo.
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