Los rostros del agua

Desde el desierto

La ingobernabilidad del agua, su presencia en la naturaleza, pero también en el interior de cada persona, es el tema de esta columna con la que recibimos en Laberinto a la autora de ‘Elogio de la incomodidad’.

La ola (1850), de Gustave Courbet. (Google Art Project)
Mercedes Luna Fuentes
Ciudad de México /

Lo que no se puede gobernar surge del agua. Se gestó en la oscuridad de sus fondos, vibrando con la substancia inicial. Ahí surgió el latido. Su huella progresiva —idea material de la naturaleza— se revistió de piel, fue modelada en la no gravedad de la existencia, fuera y dentro de ese mirar que antecede a todo, que ha observado lo absoluto.

En 1831, a bordo del pequeño buque HMS Beagle, un joven Darwin denominado naturalista en ese tiempo, llegó a la Isla Galápagos. Entre las olas de mar, su observación acuciosa y registros, murmuró: “el agua es el elemento y principio de las cosas”, como lo declarara Tales de Mileto. Años después, posterior a la clasificación y análisis de lo investigado, Darwin le asignó valor a la separación entre un archipiélago y otro, puesto que azar y distancia son definitivos para que permanezca una especie, se extinga, o surja otra.

Lo que no se puede gobernar invariablemente se sacudirá creencias y dogmas del hombre, porque da paso, a través del tiempo y las temperaturas del agua y la arcilla, a la variación espontánea. Después de ella nace la anomalía virtuosa: el pelaje albino en la nieve que da oportunidad de huir o devorar; el color que delinea ojos donde no los hay.

La inclinación por escudriñar la inmensidad de los océanos —otra expresión más en la búsqueda humana de la belleza—, es una reminiscencia de nuestra memoria inicial en el agua. Esa inclinación por sumergirnos en lo cristalino nos obliga, después de teorías comprobadas, a desprendemos de hábitos y telas, para entregarnos a ella, a su levedad. Adquirimos sus características en la humedad de la piel, nos convertimos en su brillo. Brillo en la mirada, brillo en la negrura del cabello.

Otros de sus lenguajes: la savia de las cactáceas, las placas de hielo que transita el oso; la sangre animal que galopa en las llanuras, desde los bosques de Alaska hasta los desiertos de Coahuila. Estos paisajes los reconocen y aman los descendientes del pueblo Ndé —conocidos como apaches—, su territorio sigue el cauce y el respirar de los ríos a través de las montañas, poseen alma de naturalista: recolectan y cazan según la temporada, por eso el ancestral vaivén al dirigirse al norte del continente americano y posteriormente hacia México. Ese mundo suyo —que es de toda persona según sus palabras— es una tierra sin fronteras, mas con las guerras y tratados limitaron el paso. Fue entonces otro su actuar, tuvieron que desdibujarse para salvar la vida. En este caso se expresó el azar: nacer en llanura o musgo, este hecho geográfico los guio en su proceder, a amar el agua de los cuerpos y de los ríos en un sitio u otro. Aprender con la melodía del traslado.

El agua le da forma también a rocas, y a materiales como al acero: la humedad calma a la forma pretendida para luego convertirse en una serie de artefactos de movimientos independientes, como la costilla de un barco —siempre dirigido por la carne—. La carne de Vicente Huidobro habló del cuerpo de una mujer como una nación de agua en el poema “Ella”: Tenía una boca de acero/ Y una bandera mortal dibujada entre los labios/ Reía como el mar que siente carbones en su vientre/ Como el mar cuando la luna se mira ahogarse/ Como el mar que ha mordido todas las playas/ El mar que desborda y cae en el vacío en los tiempos de abundancia. Y así lo hizo Blanca Varela con el cuerpo de un hombre en el poema “En lo más negro del verano”: El agua de tu rostro/ en un rincón del jardín,/ el más oscuro del verano,/ canta como la luna. (…) Canta el pantano,/ arden los árboles,/ no hay distancia,/ no hay tiempo.

Discriminatoria es la mirada que observa el agua, desea desanudar la transparencia que cubre grandes extensiones de tierra y sueños, siendo que ella está presente en el cuerpo que la mira, en sus venas. En ese entramado íntimo y rojo donde se agolpan caudales impredecibles, reside lo que no se puede gobernar, es la esencia del ser, anomalía virtuosa: lo disruptivo. Refulge en el cristalino acuoso de hombre o mujer ndé, como pavesa cambiante hecha de azar y distancia. Es uno de los rostros del agua. Si se contempla su iris, se evaporará la humedad en la lengua de quien lo mira.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.