El polémico narrador y dramaturgo alemán Frank Wedekind (1864-1918) concibió Mine-Haha o De la educación física de las niñas (1903), una de las novelas cortas más enigmáticas del siglo veinte, durante una estancia en prisión en la fortaleza de Königstein en la Suiza Sajona en 1899. En 2004, la francesa Lucile Hadžihalilović la llevó al cine bajo el título de Innocence, película igualmente bella y misteriosa.
Roberto Calasso dedica uno de los brillantes ensayos de Los cuarenta y nueve escalones (1991) a dilucidar el acertijo de Mine-Haha; mediante el ejercicio físico las muchachas/ninfas de la novela, escribe, “tatúan la fisiología de su cuerpo, la trasponen en fantasma”. La fantasmagoría es, así pues, uno de los rasgos primordiales de Mine-Haha: no hay explicación racional para la existencia del parque donde vive un grupo de niñas que se entrenan para debutar en un teatro que no puede ser más que el mundo; además, los rituales físicos en los que se engarzan les restan corporeidad. Mine-Haha, afirma Calasso, es el único texto perfecto de Wedekind, quien también escribió las novelas que inspiraron La caja de Pandora (1929) de Georg Wilhelm Pabst. Estamos frente a un relato que exige la complicidad del lector para crear el extrañamiento deseado, una puesta en escena de la infancia como dominio primordialmente espectral que plantea una utopía a la Robinson Crusoe al aislar a sus ninfas en un espacio edénico al que el orbe solo puede acceder mediante un intercambio económico más simbólico que real.
Aunque cronológicamente podría inscribirse dentro del expresionismo, Mine-Haha tiene descripciones que parecen salidas de un pincel impresionista; el parque donde se hallan encerradas las ninfas, con sus límites difuminados por la niebla, es digno de la fantasía de Claude Monet. “Quien está fuera del parque —abunda Calasso— solo puede contemplarlo, ignorante, como un corazón sellado.” El lector oye los latidos de Mine-Haha e intenta descifrar sus secretos, que solo han crecido con el tiempo. Frank Wedekind forjó una inquietante joya atemporal.
Évolution (2015), el segundo largometraje de Lucile Hadžihalilović (1961), vino a ratificarla como una de las cineastas más audaces e iconoclastas del panorama contemporáneo. Con una obra escasa pero sólida, la directora que comenzó su trayectoria fílmica como colaboradora de Gaspar Noé, su pareja sentimental, ha mostrado una destreza peculiar para generar desasosiego y aun incomodidad gracias a un estilo narrativo que privilegia lo oblicuo y lo tétrico, lo alegórico y lo metafórico, el indicio y la sugerencia.
El bosque que tanto en Innocence, portentoso debut basado en Mine-Haha o De la educación física de las niñas, como en Nectar (2014), cortometraje hermoso y perturbador en el que la extracción de la miel se logra mediante un extraño ceremonial erótico, cumple el papel de enclave masculino de bordes arcádicos que no obstante acoge y promueve el florecimiento de la feminidad, cede el paso en Évolution al mar, potencia obviamente femenina junto a la que la masculinidad se desarrolla en medio de un curioso gineceo en el que la mer se funde y confunde con la mère para establecer un juego lingüístico similar al que François Ozon esboza en Regarde la mer (1997).
La isla sin nombre en la que transcurre Évolution, y que en realidad corresponde a la geografía casi lunar de Lanzarote, está habitada en efecto por madres que pese a que se insinúa que son postizas llevan a cabo su rol con lúgubre diligencia y por enfermeras que ejecutan siniestros procedimientos médicos que remplazan los perversos ritos de iniciación de Innocence y que implican de alguna manera el embarazo de los niños que están a su cuidado. Encabezados por el pequeño Nicolas (Max Brebant), cuyas pesadillas vinculadas siempre al agua se vuelven umbrales a una realidad alterna en la que quizá se encuentra la explicación de lo que les ocurre, estos niños deambulan en busca de respuestas por las estancias y los pasillos oscuros de la clínica insular donde permanecen recluidos para tratar supuestas afecciones, y donde se van topando con las evidencias de macabros experimentos biológicos que dan cuenta de un nuevo proceso evolutivo que jamás se aclara pero que tiene que ver con el poder proteico del océano y las criaturas que lo pueblan, entre ellas la estrella de mar convertida en emblema recurrente.
Mezcla estimulante y espeluznante de ciencia ficción y horror corporal, Évolution fluye precisamente al ritmo de los sueños de Nicolas, entre las sombras transparentes del mar maternal, los rituales sexuales que se consuman a sus orillas y las figuras femeninas que carecen de vello facial pero poseen ventosas en la espalda como si a su vez fueran parte de otro proceso de transformación de las especies. Experta como pocas cineastas de hoy para crear imágenes sobrecogedoras, Hadžihalilović ha decidido seguir adelante con su exploración de la pubertad como territorio fértil para sembrar misterios sin solución. El díptico integrado por Innocence y Évolution es arte visual de altísimo nivel que sacude al espectador y lo saca brusca e imperiosamente de su zona de confort.
Earwig (2022), su tercer largometraje, basado en la novela homónima del cineasta, escritor, escultor y artista de performance británico Brian Catling (1948-2022) publicada en 2019, confirma a Hadžihalilović como uno de los talentos más singulares del cine del siglo veintiuno, ya que con ayuda del cinefotógrafo Jonathan Ricquebourg crea una atmósfera que remite al umbral entre vigilia y sueño. Dice el crítico James Monaco que una película donde proliferan los primeros planos “nos impide la ubicación y resulta por lo tanto desorientadora, claustrofóbica”. Este es justo el caso de Earwig, que se sitúa en una suerte de espacio liminal que nunca es nombrado abiertamente. En el ambiente aciago y crepuscular de Earwig, Hadžihalilović continúa la indagación estética acometida en Innocence y Évolution y amplía su examen de la infancia como dominio pródigo en incógnitas irresolubles. Verdadero rompecabezas narrativo, Earwig es el más hermético de los filmes de Hadžihalilović, cuya habilidad para dosificar la información le permite guardarse varias piezas para que el público arme por sí solo un cuadro donde prevalecen la orfandad y la paternidad no asumida.
Desconcertante como pocas cintas recientes, llena de silencios realzados por la música etérea de Augustin Viard producida por Warren Ellis, Earwig plantea muchas preguntas y ofrece pocas respuestas. Hadžihalilović avanza en su propuesta sin renunciar al horror corporal y consigue una película que hace pensar en las pesadillas que no logramos reconstruir al despertar, y cuya belleza sumamente mórbida fascinará a quienes gustan del cine que se constituye como desafío. Es fácil despreciar obras de arte como Earwig diciendo que son incomprensibles. Lo difícil, y ahí está el reto, es dejarse seducir por proyectos como el de Lucile Hadžihalilović que se saltan olímpicamente todas las convenciones a las que el espectador actual se ha (mal)acostumbrado. “Para mí, algunas cintas que tienen un ritmo rápido y muchos cortes pueden ser extremadamente aburridas. El aburrimiento no es causado necesariamente por el ritmo sino por la estética y el contenido”, ha señalado esta cineasta que opta por la lentitud cautivadora y cuya filmografía provoca escozor sin miramientos, extendiendo una invitación a sumarse a un riesgoso aunque excitante viaje al fondo de la penumbra.
AQ