Las lecturas de los ricos muestran ángulos interesantes para sus épocas. Durante la última etapa del capitalismo anterior al Internet, los años 90 del siglo pasado, los ricos tenían su vocería señera en los que llamábamos “casabolseros”. “La codicia es buena”, decía Gordon Gekko en Wall Street; Brett Easton Ellis publicaba American Psycho, y los autores clásicos de sus exiguas bibliotecas eran Maquiavelo, Sun Tzu y Baltasar Gracián. A los casabolseros les siguieron los nerds de la computación: Gates, Jobs, que fomentaron pequeñas empresas y no dejaron una corriente imitable, salvo por la desaparición del traje y la corbata. De sus libros importantes, ni noticia. En la era de las redes, mucho más diversa y esparcida, tampoco hay líneas específicas, excepto por una: el estoicismo. Y abundan los clubes en Facebook, Instagram, X, Reddit. Se mantiene Gracián como autor favorito, por el Oráculo manual, y abundan ediciones oportunistas de Marco Aurelio, Epicteto, etc.
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Los estoicos tienen un rasgo favorable para lectores esporádicos: prácticamente todos son oraculares, sentenciosos, breves, y no piden a su lector más que unos minutos, a cambio de la sabiduría y templanza moral que ofrecen en dosis c.b.p.
La excepción es Séneca. De todo el corpus estoico clásico —la Stoa de Zenón, Cleantes y Crisipo, el periodo medio de Panecio y Posidonio, y el estoicismo romano de Epicteto hasta Marco Aurelio— Séneca es el único que escribe en latín, y tiene obras tanto en prosa como en verso: nueve tragedias, densas, pesadas y valiosas. Una de ellas, muy influyente, es totalmente apócrifa, pero no se puede ya sacar del canon: Octavia, en la que Séneca mismo aparece como personaje: se opone duramente a Nerón, defendiendo a Octavia frente a la ostentosa vulgaridad de Poppea. (En esta obra se basó Claudio Monteverdi para La coronación de Poppea, y hay una maravillosa grabación en YouTube).
El latín de Séneca fue un giro respecto del clasicismo complejo de Cicerón. Los expertos lo llaman “postclásico”: una sintaxis directa y de periodos breves que contribuyó a su conservación durante la Edad Media. Es, tal vez, la más constante influencia grecorromana en la historia occidental. Además, su historia personal se cruza dos veces con el cristianismo. Primero, de modo directo, como influencia expresa en Clemente Romano, obispo de Roma desde el año 88. Segundo, de un modo meramente incidental, que la tradición se encargó de convertir en capital: en los Hechos de los apóstoles (18, 12-18), el procónsul Galión interroga judicialmente a Pablo. Galión era el hermano mayor de Séneca. Ese azar produjo un epistolario entre Pablo y Séneca. Es apócrifo, pero dejó un maridaje de larga sucesión. De modo que la obra senequista ha sido, sotto voce, la única ininterrumpida en la tradición occidental. Hasta hoy.
Séneca es el menos favorecido por las modas actuales, dizque estoicas. Lástima, porque es con mucho el mejor escritor. Su obra de juventud es semejante a la de los otros, pero durante su madurez, habiéndose alejado del enloquecido Nerón, Séneca escribió las Cartas a Lucilio, cuya influencia literaria tal vez sea mayor que la de su fama.
Uno creería que la idea de la sacralidad de la persona es aportación del cristianismo. Está en Séneca, que no era cristiano, y entonces queda la duda de si se trata de un asunto cultural, antes que religioso. Dice Séneca, por ejemplo: “El alma es un dios que se hospeda en el cuerpo humano… El lugar que Dios ocupa en el mundo, lo ocupa el alma en el hombre… Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti”. (Carta 41)
Esa prosa simple y llana con el tiempo se transformó en coloquialidad. Y, en las Cartas a Lucilio, Séneca ha inventado otra cosa: el lugar del yo, la expresión de un yo que habla y piensa desde una personalidad singular. Es decir: inventó el ensayo. Pero sus ensayos tienen la forma de la epístola. El lugar que descubre para el alma, pasa directo a un estilo y a una gran prosa de conversador.
La aparición de la primera persona es siempre la última. Tanto en el infante, que primero enuncia la segunda y tercera personas, como en las literaturas, que comienzan con una voz que no da cuenta de sí (anónima u omnisciente), o con formas corales.
Nadie escribe para sí mismo. Séneca se dirige a Lucilio. Lo que hizo Montaigne fue un triunfo del desdoblamiento: se dirige al lector; a una abstracción que puede ser habitada por cualquiera, en buena medida, gracias a la imprenta.
AQ