Con la foto de un joven de lentes, rostro severo, pelo muy corto, corbata negra, camisa blanca y chamarra —casi un adolescente que mira altivo a la cámara como quien la desafía—, la sección “Voz Universitaria” del periódico El Nacional del primero de julio de 1943 publicó una nota con el encabezado: “Universitario distinguido: Luis Echeverría, Fundador y Presidente de ‘Mundo Libre y Juvenil de México’”.
En la nota dedicada a Echeverría, entonces de 21 años, se lee: “Apenas iniciando sus estudios de Jurisprudencia, Luis Echeverría comenzó a publicar México y la Universidad, revista para jóvenes en las que se reprodujeron las mejores expresiones artísticas, poéticas y políticas de nuestro país y del Continente. (…) Al terminar el primer año de esta publicación, la Universidad de Chile le concede una beca para asistir a sus Cursos de Verano. Durante varios meses estudia la organización social y económica de aquel país, y aprovecha la oportunidad para visitar Argentina. Vuelve con una firme conciencia de los asuntos interamericanos (…). De nuevo en la Facultad de Derecho, continúa publicando (su revista) durante algún tiempo. Después participa en la formación de la Sociedad de Artistas y Escritores Jóvenes y toma parte en algunos actos públicos. En todo este tiempo, ha hecho estudios jurídicos y sociológicos (…). Como resultado de sus firmes ideales democráticos y su entusiasmo por el Derecho Internacional, en esta quincena fundó la organización Mundo Libre Juvenil de México”.
Tres años antes, el 11 de agosto de 1940, la sección “Columnas del periquillo” del suplemento dominical del mismo periódico —que reproducía breves informativas y comentarios punzantes del mundillo cultural mexicano, redactados al alimón y sin firma por Efraín Huerta y Antonio Magaña Esquivel—, ya había dado cuenta de la revista universitaria a la que refiere la nota anterior, manifestando su sorpresa por la edad de su director, 18 años, y deseándole suerte en esa empresa.
En 1945, recién concluida la Segunda Guerra Mundial, el diario del gobierno mexicano, dirigido por Raúl Noriega, le abrió las puertas a Echeverría, de 23 años, como colaborador de la página editorial. He localizado seis colaboraciones suyas publicadas en la página 3 del periódico —reservada a sus columnistas— entre el 8 de noviembre y el 14 de diciembre de aquel año. El temperamento intelectual de aquel joven —faltaba un año para que se afiliara al recién rebautizado Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, sus inquietudes libertarias revestidas de un estilo más bien abigarrado —más que artículos parecerían encendidas piezas de oratoria— y cierto aire moralizante e iracundo, se asomaban en estas primeras colaboraciones, como si se tratara de la radiografía por escrito de un autoritario en gestación.
El 8 y el 16 de noviembre de 1945 publicó en dos partes el artículo titulado “Una apología del fascismo”. De título confuso —no se trataba de una “apología” sino de su contrario—, solo los caprichos y las jugarretas de la historia permiten explicar que el joven autor utilizara la palabra “fascismo” sin imaginar el número incontable de ocasiones que en el futuro, y hasta su muerte, sus múltiples detractores habrían de endosarle el mismo calificativo a la sombra del 2 de octubre de 1968, el jueves de Corpus de 1971 y la llamada guerra sucia; el 22 y el 30 de noviembre, también en dos partes, publicó “El congreso de Crítica de la Revolución Mexicana”; el 4 de diciembre, un texto contra un movimiento estudiantil en la UNAM al que tituló “Denuncia”; y el 14 de diciembre, un artículo más bien ideológico sobre el muralismo como hazaña de la Revolución Mexicana, titulado “Orozco en la Preparatoria”. Doy cuenta de ellos a continuación:
Una apología del fascismo
En este artículo Echeverría manifestaba su inconformidad, asombro y preocupación porque en la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la Universidad Nacional Autónoma de México se había aprobado recientemente el examen profesional de un egresado que dedicó su tesis a hacer “un enardecido alegato en favor del fascismo”.
Comienza citando el célebre discurso de Justo Sierra en la Inauguración de la Universidad Nacional de 1910, tras lo cual afirma que “la autonomía universitaria y la libertad de cátedra constituyen dos aspectos destacados de las conquistas que alcanzó la Reforma Universitaria (en) América Latina (…) al separarla del Estado y así purificar su privativa misión social”, sin dejar de advertir: “las desviaciones que en la práctica hacen con frecuencia nugatorias las conquistas mencionadas”. Esta libertad universitaria: “exige el mantenimiento y el ejercicio de básicos valores morales”, toda vez que “la interpretación amoral, formalista, de la autonomía universitaria y de la libertad de cátedra” la ponen en riesgo.
Por tesis como esta, escribió, “hombro con hombro de los actuales y futuros —y grandes quisiera el destino— filósofos, juristas, economistas, sociólogos, médicos, arquitectos (egresados de la UNAM), se producen pequeños mitólogos partidarios de la tiranía”. (Estas y las próximas cursivas son mías).
No dejo de advertir su parecido estilístico con aquella arenga del presidente Echeverría en el auditorio de la Facultad de Medicina de la UNAM en 1975, previa a la pedrada que lo descalabró, y en las que se refirió a sus detractores como “¡Jóvenes del coro fácil!, ¡Así gritaban las juventudes de Hitler y Mussolini!, (…) ¡Escuchen, jóvenes manipulados por la CIA!”
En este artículo, el primero de su breve historial como editorialista de El Nacional, condena que la tesis señalada se refiera a Hitler como “una de las voluntades más extraordinarias de la historia”. Cuestiona que el recién graduado elogie y defina al Estado ideal como —aquí cita al autor— “(positivamente) totalitario en el sentido de que piensa que le incumbe y forma parte de su competencia todo lo que se da en el seno temporal que él mismo representa”, y juzga absurdo que el autor reivindique un régimen donde “el jefe de Gobierno pued(a), sin límites, legislar y manda(r) (a) ejecutar sus disposiciones”. Reprueba la idea defendida en la tesis de que “el Estado suprim(a) a los partidos, (y) en cambo exij(a) un partido único”. Y le resultan por tanto abominables los postulados de la tesis por los cuales el Estado “para restaurar la unidad nacional, (deba de) recurrir a la creación de un ideario exaltado, de un dogma, de un pensamiento que se ha elevado a la categoría de mito”.
“Al terminar con asombro la lectura de la tesis profesional —afirma— llama la atención (…) la persistencia pétrea de la mentalidad colonial que han producido siempre en nuestros pueblos jóvenes las diversas imitaciones extralógicas y la desatención a la tradición democrática nacional”. Es una tesis, sostiene, “que ataca directamente la tolerancia y las libertades del régimen político nacional (…). Si el trabajo escolar del señor (Juan Francisco) Prieto no fue leído por sus sinodales, como sucede con cierta frecuencia, felicitamos al autor por su buena suerte”.
En la segunda parte del artículo dice: “El alto destino a que está llamado el pensamiento de nuestra época no es otro que el de alejarse de la dictadura. (…) El despotismo (es) la forma más apropiada para ofender la dignidad de la persona humana”. Para Echeverría es condenable que Hitler, Mussolini y Franco tuvieran por “única pasión (…) la toma del poder considerado como un fin en sí mismo”.
Su artículo es una paráfrasis adelantada e involuntaria del “Nocturno de San Ildefonso” de Octavio Paz: el muchacho demócrata que camina por este artículo, es el autoritario en el que se convirtió. Como los antiguos camaradas que se encuentran en el poema de José Emilio Pacheco, se volvió todo aquello contra lo que escribía a los veinte años.
El congreso de Crítica de la Revolución Mexicana
Son dos textos más bien flojos acerca de un Congreso organizado por un grupo de “entusiastas jóvenes” estudiantes de la UNAM “de diversas y encontradas tendencias”, al cumplirse “siete lustros de la Revolución Mexicana”. En ambos abusa del hipérbaton hasta alcanzar, parafraseando a Cosío Villegas, “un estilo personal de redactar”: la alteración echeverrista de la sintaxis. Lo más destacado de la nota es enterarnos que la conferencia inaugural estuvo a cargo de Jesús Silva Herzog, quien se expresó “con hondo calor humano y veraz comprobación estadística”.
Era urgente, apunta, hacer la “oportuna revaloración” de la Revolución Mexicana, desde “la observación inteligente” y las “sugestiones creadoras”, para “contribuir a elaborar una confluencia de ideas plena de actualidad”. Por momentos la retórica se acerca a lo ilegible y nos recuerda la oratoria caricaturesca de los políticos retratados por Rius: “al despertar interés sobre el esencial asunto mexicano (la Revolución), se desarrolló el propósito de enfrentar una determinada y compleja realidad humana a una sucesión histórica de planes, gobiernos, leyes y hombres, con el deseo de aportar sugestiones universitarias para la edificación del porvenir nacional”.
Recrimina a quienes al parecer se acercaron al Congreso para protestar: “anónimos protagonistas de los recientes alborotos y agitaciones de la concurrencia” y celebra que finalmente se impuso en el Congreso “la opinión que considera a la Revolución como un proceso perfectible y dirige la crítica justa a todo lo susceptible de experimentar mejoramiento”.
“El congreso de Crítica de la Revolución Mexicana será recordado en la Universidad Nacional como fiel exponente de una generación que se vio constreñida por su momento peculiar”, concluye.
Luis Echeverría.
(Ilustración: Luis M. Morales)
Denuncia
La crítica severa a un movimiento estudiantil en la UNAM organizado contra el rector Alfonso Caso, en oposición a las reformas que permitieron la creación de la Ley Orgánica de 1945 —que básicamente se mantiene hasta el día de hoy— es el tema que aborda Luis Echeverría en su quinta colaboración en El Nacional. En la UNAM, apunta, “predomina una dolorosa realidad espiritual. (…) Un pequeño número de jóvenes rebeldes fue capaz de perturbar radicalmente las actividades de la Universidad entera”, y reprueba “la arbitrariedad de quienes (cometieron) un grave atentado (contra la UNAM)”.
Califica al movimiento como una “superabundancia de ánimos, de esfuerzo y de audacia”, explica que los alumnos rebeldes tomaron edificios escolares enteros “que mantenían peligrosa e irresponsablemente en su poder” y se pregunta si detrás del movimiento había al menos “alguna idea noble, valiosa o constructiva”.
En esta “denuncia” de un estudiante de 23 años recién egresado de la UNAM, no hay la menor duda que respalda a las autoridades: “El señor Rector de la Universidad hizo un admirable esfuerzo para reprimir a los revoltosos que hasta de sus propias oficinas lo habían despojado”. Faltó, sin embargo, anota, “hacer comprender a los revoltosos y no revoltosos sus deberes profundos y su responsabilidad insoslayable ante el pueblo de México”.
Valora el esfuerzo del Estado por reconocer la autonomía y al mismo tiempo financiar a la Universidad, toda vez que “a diferencia de los hombres adinerados de muchos países cultos, que desean corresponder al medio que permitió su prosperidad, los millonarios mexicanos prefieren utilizar sus riquezas decorativamente”. Sin embargo, le preocupa un ejercicio de la autonomía que considera “abstracto, deshumanizado, desconectado de nuestro ambiente, (carente) de claro contenido nacional”:
“Existe desarmonía entre lo que la Universidad podría ofrecer, y lo que en realidad produce, el abismo que hay entre las revueltas estériles e injustificadas, como la registrada en los últimos días, y las luchas fecundas que requieren no llevar adelante el desperdicio de hombres y esperanzas”.
Orozco en la Preparatoria
En este artículo critica que los murales de José Clemente Orozco en la Escuela Nacional Preparatoria “han venido siendo destruidos paulatina e irreparablemente”. Acompaña su alegato con un elogio más bien florido del muralismo mexicano como fruto de la Revolución y las luchas del pueblo, y denuncia que “después de mostrar verbalmente su antipatía y aconsejados sin duda desde el exterior, algunos jóvenes llegaron a dañar con piedras, palos y navajas los primeros lienzos murales (de Orozco).
No solo jóvenes, “recuerda Orozco que cuando un grupo de señoras organizó en beneficio de la Cruz Roja (…) una fiesta pública, una kermese, (…) con voces airadas le pidieron dejara el sitio para instalar ellas sus tómbolas y expendios de serpentinas y luego, en su ausencia, hicieron quitar sus andamios y clavar adornos sobre las pinturas”. Se queja, con razón, “como se han reproducido a tontas y locas, de modo barbárico y frenético, toda clase de rayas, señales, avisos, corazones que encierran iniciales de adolescentes enamorados, etc.”
Para Echeverría, “los efectos espirituales de la revolución se mostraron en la pintura mural desde sus primeros rasgos” representando “la primera alta expresión de la Revolución en la cultura, (…) sentado las bases de la tradición nacional”.
Con todo, aclara: “no deseamos afirmar que Orozco hizo propaganda política en sus muros. Ninguno de los grandes muralistas mexicanos lo ha hecho en realidad. Han interpretado el espíritu de su época. (…) Y esto, precisamente, es lo que se ha atacado de modo anónimo y salvaje en la preparatoria”.
Colofón
La universidad amenazada, la juventud rebelde e influenciada por agentes externos, y los logros de la Revolución Mexicana, son obsesiones constantes en los artículos de juventud de Luis Echeverría, como lo fueron más tarde en la manera en que ejerció el poder. Un joven precoz, y sin duda brillante, que practicó brevemente el oficio del periodismo de opinión en la antesala de su carrera política.
En la novela El vendedor de silencio, Enrique Serna recuerda una anécdota extraordinaria en relación a Luis Echeverría como aprendiz de escritor. Cuenta en la novela que Echeverría se acercó con sus primeros escritos a la tertulia del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, y cómo fue objeto de las burlas de sus compañeros por no saber quién era Lord Byron. No volvió a las reuniones pero se guardó la afrenta el resto de la vida y se las cobró a sus detractores una vez encumbrado en el poder. Era Echeverría, como escribiera Rulfo de Pedro Páramo: un rencor vivo. Era, también, un mal escritor.
AQ