Una cocinera y una hip-hopera en una caravana zapatista

Crónica

La autora nos ofrece una mirada al corazón del zapatismo, una crónica crítica, aguda y lúdica sobre un movimiento no exento de contradicciones.

Miembros del EZLN durante el evento por el 25 aniversario del levantamiento zapatista en La Realidad, Chiapas. (Foto: Eduardo Verdugo | AP)
Enriqueta Lerma Rodríguez
Ciudad de México /

Cuando Mario Luna, vocero de la tribu yaqui, marcó para decirme que descendía del avión en Tuxtla e iba al caracol La Realidad a encontrarse con los zapatistas en la selva, escuché claramente que me dijo: “Por favor, llévame comida”. Pero no fue así; me dijo: “Por favor, llévame cobijas”. Error feliz porque me permitió descubrir que quien tiene la cuchara tiene el poder, ya que puede enterarse de muchas cosas.

Aunque parezca extraño, en aquella visita a La Realidad lo menos importante fue que yo fuera antropóloga, profesora universitaria, activista de la tribu o colaboradora eventual de un periódico virtual. Fue significativo, en cambio, ser identificada como “la señora de la comida”, porque nadie, aparte de mí, la llevaba. Así, papas con chorizo, frijoles cocidos, tortillas y café molido, me abrieron la oportunidad de subir a la camioneta blanca, alguna vez llamada Rocinante, en la que el subcomandante Marcos y la comandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional recorrieron el territorio mexicano durante la Otra Campaña, en 2006. Con recipientes de comida bajo el asiento, compartí transporte con Mario Luna —sobre quien recaían órdenes de aprehensión en Sonora debido a su militancia en favor de la resistencia yaqui, Namakasia— y con Librado Valenzuela, antiguo miembro del Ejército Mexicano y en ese momento —sobre Rocinante— respetable gobernador de pueblo de Vicam Estación, en rebeldía. Compartí también con representantes de grupos financiadores del zapatismo: Bety Amor de Argentina, y dos mujeres de un colectivo de Nueva York, de las que no recuerdo sus caras ni sus nombres porque prácticamente no hablaron con nadie; tampoco era que necesitaran de mí porque traían su propio alimento: unas barras nutritivas que ingirieron solas. Entre nosotros también iba Keny, una hip-hopera francesa a quien la comandancia del EZLN había convocado hacía meses para cuando llegara la hora. La hora, al parecer, había llegado. Keny —a quien no conocía— ocupó sola el asiento doble de enfrente. Intermitentemente, su alto turbante monjardín nos impidió apreciar, desde la ventanilla del parabrisas, el paisaje devastado de la selva por la tala maderera y el incremento de potreros.

Viaje a través de la selva

El viaje fue infame: tardamos en cruzar la selva más de doce horas en un recorrido que normalmente dura siete desde San Cristóbal de Las Casas —en los Altos de Chiapas— hasta La Realidad, en el municipio de Las Margaritas. El traslado fue un caos: lluvia y neblina densa y sofocante, nos acompañaron todo el rato en un andar a vuelta de rueda.

Entre esa nebulosa húmeda de montaña, tomaban forma ciertos personajes, principalmente extranjeros, escapados de la bruma y cargados de woki toki, que nos pedían con angustia tener paciencia y nos exhortaban a subir a los autos cada vez que la caravana se detenía. No sobra decir que, en los primeros kilómetros, pasando Comitán, paramos más de quince veces por media hora. Temerosos de ser acribillados por un francotirador oculto entre la maleza, los woki tokis andantes nos llamaban primero “compas”, después “compañeros” y luego “oigan ustedes…”, para completar con una orden: “¡les dijimos que no bajaran del auto!”

El motivo del viaje era hacer un homenaje a José Luis Solís López, alias Galeano, un maestro comunitario zapatista, recién asesinado en el caracol La Realidad por la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos Histórica (CIOAC-H), un grupo con el que el EZLN disputaba territorio y de manera permanente chocaba por posicionamientos políticos. Los zapatistas acusaban a los ejidatarios, organizados en la CIOAC-H, del robo de una camioneta y de cortarles el suministro de agua. Hasta donde decían los periódicos, en el contexto de esa guerra local una turba de la CIOAC-H había disparado a Galeano, arrebatándole la vida.

Aquella caravana iba a la expectativa de acordar un plan de acción para exigir el esclarecimiento de los hechos y la impartición de justicia. El camino a la encomienda se volvió cada vez más tenso por la lluvia, la empinada resbalosa de la montaña y los imperativos de los woki tokis nerviosos que no dejaron de prevenirnos de un posible ataque de la CIOAC-H. Cabe decir que los woki tokis nerviosos constituían un grupo de voluntarios urbanos de todo el mundo, que de manera local se hacían llamar “la Sexta”. Se suponía que los adherentes a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, dada a conocer en 2006, éramos todos los dispuestos a organizarnos con nuestros propios medios y métodos para resolver los conflictos de nuestro contexto social en cualquier lugar del planeta. Según este principio, cualquiera, organizado y en resistencia, podía ser parte de la Sexta, pero en San Cristóbal de Las Casas la Sexta era un grupo cerrado, que se autoidentificaba como “la verdadera Sexta” y que promovía algo así como un zapatismo purista e idealizado. A este grupo algunos le nombraban en forma sarcástica La Secta porque veía con recelo a todo aquel que intentara sumársele y siempre terminaba acusando al recién llegado de ser policía infiltrado. Esta vez la Sexta estaba a cargo de vigilar la caravana, y un woki toki en mano demostraba que los insurgentes le consideraban el grupo más apto para comandar el orden.

El paisaje perdió encanto cuando la luz del sol comenzó a ocultarse y los deseos de ir al baño apremió a buscar un sitio donde aliviar las necesidades. El parar, descender y subir del transporte, se hizo más constante; de modo que, bajo el lema zapatista de “ir al paso del más lento”, la caravana de más de treinta autos, seis autobuses y más de cinco camionetas de redilas, empezó a detenerse al capricho de nuestros esfínteres. Keny aprovechaba cada oportunidad para estirar las piernas y fumar uno que otro cigarro, liado por sus propias manos. El hambre arreciaba en la caravana y algunas personas decían que se les había bajado la presión.

     —¡Compa…, compañera…! ¡Oye tú, deja eso y súbete a la camioneta! —fue la frase que más veces se repitió alrededor de Keny por un grupo cada vez más nutrido de woki tokis enfadados, que no sabía manejar la situación frente a una estrella de hip-hop, pero que se envalentonaba y adquiría fuerza si reunía a otros miembros de la Sexta alrededor del caso.

     —¡Oigan, yo no los entiendo! —replicó Keny con su español afrancesado—, ¿qué no se supone que la seguridad somos todos, como dicen los zapatistas?

     —Compañera, en efecto, no has entendido nada: ¡súbete a la camioneta! —escuchó por respuesta.

En uno de aquellos descensos Keny recibió la amenaza: una comisión de la Sexta abrió la portezuela y le comunicó que con ese proceder corría el riesgo de ser expulsada de la caravana. Incómoda por la irrupción, dejé de servir los tacos, que ya habían sido rechazados por las neoyorkinas—, entre el resto de los pasajeros. Un francófono de la Sexta dio instrucciones a Keny sobre cómo debía comportarse, y ella —según entendí con mi limitado francés— se defendió diciendo que exageraban: ¿quién en su sano juicio iba a esperar en medio de la nada para disparar a una caravana y meterse en un gran pedo, así como así, en plena lluvia, a oscuras y sin un poblado cercano donde refugiarse?

     —¡Ustedes son los que causan problemas! —dijo Keny. —¿Sólo porque traen esos radios creen que pueden tratarnos como si fuéramos tontos? ¡Llevamos horas en este viaje porque no han sabido organizar el recorrido! ¡Si sucede una desgracia, ustedes serán los responsables!

Pensé que tenía razón. El ambiente era tan boscoso, húmedo y frío, que sin duda para los paramilitares de la CIOAC-H era más fácil esperarnos a cien metros de nuestro destino para tirarnos a balazos, que aguardar las cinco horas que llevábamos de retraso y meternos un susto. Además, les resultaba aún más fácil dejarnos sufrir con nuestros guardianes.

Quince minutos después, yo, que por disciplinada no me había atrevido a ir al baño durante diez horas, bajé a escondidas en una parada. Keny se ofreció a acompañarme con su lámpara de mano y una mochila de la que colgaba una hamaca.

Me dijo, señalando la hamaca:

     —Mira, está es mi nave espacial. A donde quiera que vaya, ella me acompaña. Es lo mejor que tengo para ir a cualquier parte.

Y después de decir esto se despidió de mí y se metió en la maleza. La vi escaparse entre los árboles de la selva, iluminada por una pequeña lucecita. Volví a Rocinante y lo comuniqué a todos:

     —¡Keny ha dejado la caravana!

¡Aquello fue el caos! Un avispero de lámparas y woki tokis se dispersó por la selva en busca de la hip-hopera. Encontrarla no demoró más de dos horas, pero encerrados en los transportes, nos pareció semanas.

Después supe que la hallaron en su nave-hamaca, bajo la techumbre de una familia tzeltal que la había acogido en su solar. Keny fue escoltada e introducida de nuevo a la camioneta: mojada, disgustada y con los pantalones sucios de lodo. A partir de ese momento, el resto del camino fuimos en completo silencio hasta La Realidad.

En la entrada del caracol —como llaman los zapatistas a sus sedes de buen gobierno— había una larga fila de activistas, colectivos, estudiantes, profesores, personas de la sociedad civil, ONGeneros, sacerdotes, monjas, zapa-turistas, intelectuales y curiosos con demasiado tiempo libre en espera de registrarse. También estaba mi hermana Mirta, entonces coordinadora del colectivo Los Cerecitos —a cargo de la distribución de café producido en una cooperativa del caracol Morelia—. Iba acompañada de “el Doc”, un médico activista de la vieja guardia, que había sobrevivido al movimiento de 1968. Nos saludamos con la alegría de siempre y prometimos buscarnos más tarde. Si en la mesa de registro alguien decía pertenecer a algún medio de comunicación medianamente reconocido, se le prohibía el ingreso. Es decir, que ni Hermann Bellinghausen, que había dado cobertura al zapatismo desde sus orígenes, habría podido entrar al caracol en esa ocasión.

¿Quién es Keny Arkana?

Fuimos recibidos en pequeños grupos por zapatistas con pasamontañas, quienes nos condujeron a galerones de madera, para pernoctar el resto de la noche. Mario Luna me aclaró con una mueca, que me había pedido cobijas porque quería evitar dormir sobre el piso pelón. Ni modo, tuvimos que usar como colchón la misma sábana Bety Amor y yo; otra la compartieron Mario —su nueva novia, Anahí— y el gobernador Librado. Vi a Keny atar su nave espacial a unas vigas y taparse con una toalla encima. Las neoyorkinas llevaban unas colchonetas especiales de camping sobre las que seguro descansaron de lo lindo. El sueño nos atrapó con pequeñas interrupciones: seguían llegando autos y la galera se llenó con gente echada por todas partes. Pernoctamos unas cincuenta personas, roncando bajo un mismo techo en espera del gran acontecimiento de la mañana siguiente.

El sol brillo reluciente tras un arcoíris traslúcido con la brisa matutina, y bajo ese cielo despejado amanecieron también las ganas de desayunar. Ahí retomé el rol de señora de la cocina. Con Librado, que resultó experto en encender brasas, conseguimos una olla grande y preparamos unos veinte litros de café, tacos de frijoles y algo de chicharrón en salsa verde. Keny se pegó a nuestro fogón, a pesar de que había otros sitios donde repartían comida. Por ejemplo, a nuestro lado estaba Mary Chuy —quien en el futuro sería la candidata/vocera a la presidencia de 2018— con su esposo, Carlos González, líder del Congres Nacional Indígena. Manejaban una logística impresionante en la que incluían trastes, mesas, sillas y hasta un trastero. Más allá otros colectivos encendieron austeramente sus propios fogones. Destacaba en número el contingente de Xochicuautla, Estado de México, quienes se oponían a la construcción de una autopista privada que devastaría su bosque, y que en esa ocasión llevaban varios aditamentos para preparar lunch. No llevaban cuchillo, así que enviaron a un chico de sudadera gris a pedirme uno. Keny se quedó con nosotros porque agarró buena charla con Mirta. No comió chicharrón porque, como buena descendiente de familia musulmana, aborrecía el cerdo. La fila de personas en nuestro fogón fue la más larga, aunque luego descubrí que no era por la comida, sino porque la gente quería tomarse una foto con Keny.

     —¿Quién eres, tú? —pregunté curiosa.

     —¿No la conoces? —respondió una chica con varios tatuajes en los brazos—. ¡Es Keny Arkana! KENY ARKANA —Remarcó.

Así fue como supe de su fama.

Keny se quedó a nuestro lado hasta que sus fans se dispersaron y luego me pidió café.

     —Ayer me urgía llegar porque tenía una cita con el subcomandante Marcos, ¿sabes? —me dijo discreta—. Estaba muy nerviosa porque llevo seis meses estacionada en San Cristóbal esperando este momento. Se supone que debía verlo en cuanto llegara, pero no pude. Sergio Rodríguez, mi contacto con el sub, me envió un mensaje con otra persona. Dijo “que el sub ya no iba a recibirme por el desmadre que hice en el camino hasta aquí”.

La noté triste. Después de tanta espera, hoy, que parecía ser el día, todo se le iba de las manos. Me quedé viéndola sin saber qué decir. En mi papel de señora de cocina le ofrecí otro taco y le dije que no se preocupara, quizás durante el evento la llamarían al escenario para que dijera algo.

Había aproximadamente tres mil personas en aquel caracol cercado de tablones de compostera y rodeado de casas de madera (oficina de la comandancia, iglesia, escuela, bodega, cooperativas, galerones). Cucharón en mano, traté de contar a ojo de buen cubero la asistencia. Era incierto: no sabía si incluir a quienes habían llegado con indumentaria tradicional indígena o solo a quienes habíamos arribado desde la caravana. Keny seguía pensativa, sentada sobre unas improvisadas bancas de tablones y tabiques.

Una vez que volví de lavar los trastes, reencontré a Keny en el mismo sitio:

     —¿Ya hablaste con el sub? —pregunté.

     —Aún no. Me dijeron que tal vez me llame en cuanto empiece el evento.

Intentó hacer una llamada desde su celular, pero no había modo, así que caminó cuadro a cuadro en busca de señal. Recorrió el caracol en busca del subcomandante o de Sergio Rodríguez, pero nadie le dio referencias. “Tal vez en una hora”, “Quizás más tarde”, “Qué estés atenta, a lo mejor en unos minutos…”, decían los insurgentes, a través del pasamontañas. Las respuestas eran cortantes, incómodas, sobre todo porque la única comunicación que pudo establecer con estos personajes fue por mediación de la Secta. Entre su búsqueda de contactos fútiles y mi tarea de preparar sopa, se nos fue la mañana a cada una por su lado.

El Subcomandante Galeano en un acto del Ejército Zapatista de Liberación Nacional por el 25 aniversario del levantamiento zapatista. (Foto: Eduardo Verdugo | AP)

La muerte del sub

El retraso de actividades se debió a la llovizna, permanente desde media mañana; tiempo que la mayoría de los asistentes dispuso para procrastinar y algunos colectivos para intercambiar experiencias, yo para preparar una ensalada de atún con verduras.

A eso de medio día, parvadas de gente de todas las etnias regionales ingresaron al caracol, y un pequeño murmullo alertó a la gente: “Esto ya va a empezar”. El rumor se hizo más grande y todos corrimos a rodear el patio central. Los portones de compostera se abrieron. Entraron en filas cientos de zapatistas con traje miliciano: camisa café, pantalón verde pino, paliacate rojo, algunos pocos con armas y otros con toletes de madera entre las manos. Llevaban cachucha de cadete sobre el pasamontañas y un ojo cubierto con un parche negro en memoria de Galeano, a quien también le decían “el Pirata”. La escena visual era impactante. Los milicianos exhibieron distintas formaciones militares: en rectángulo, línea y columna. Parecía increíble que aquel ejército se hubiera tomado el tiempo de ensayar aquel performance solo para nosotros, sin nada de prensa.

Keny se me acercó expectante, pero desconcertada. No se me despegó un minuto. La Sexta se había encargado de difundir una versión del recorrido que afectaba su imagen y ya no se le veía con simpatía, ni para pedirle autógrafos. Me hubiera gustado invitarle un té a falta de cerveza, pero no era el momento.

La primera consigna me hizo sospechar que algo novedoso se aproximaba. Aquella clásica de los ochenta, repetida una y mil veces a flor de gañote para exigir la venganza por la muerte de un activista, se reformuló para hablar de un nuevo nacimiento:

Porque el color de la sangre jamás se olvida,


los masacrados serán vengados.


¡Vestido de verde olivo!, ¡políticamente vivo!


¡No has muerto! ¡No has muerto! ¡No has muerto, camarada!


¡Tu muerte! ¡Tu muerte! ¡Tu muerte será vengada!

En vez de “vengada”, esta vez repetíamos que sería sembrada. De modo que el grito decía:

Porque el color de la sangre jamás se olvida,


Galeano será sembrado.


¡Vestido de verde olivo!, ¡políticamente vivo!


¡No has muerto! ¡No has muerto! ¡No has muerto, camarada!


¡Tu muerte! ¡Tu muerte! ¡Tu muerte será sembrada!

Con la mente en Galeano, esa conmovedora fórmula nos arrancó un llanto ahogado. ¿Era justo morir por la libertad? ¿Era razonable morir por intentar enseñar a los niños las primeras letras? ¿Había gente tan mala en el mundo? (Sollozos). Nuestra conmoción duró poco: el silencio se irrumpió por un sonido estruendoso que cruzó el espacio. Era la canción “Latinoamérica” en voz del rapero Residente, de la agrupación puertorriqueña Calle 13. Con la música de fondo apareció el subcomandante Marcos en toda su entereza: ¡la leyenda del levantamiento de 1994! Cómo si brotara de la montaña, llegó montado en un hermoso caballo, haciendo destrezas en el breve descampado. ¡Estábamos en territorio rebelde! ¡Estábamos en la meca de la revolución! Mi entusiasmo no cabía de alegría. Mirta y yo nos abrazamos entre brincos porque presenciábamos en vivo la continuidad de la lucha indígena. Miré a Keny (permanecía inmóvil): sus lágrimas rodantes no eran por Galeano: estaba decepcionada. Su número le había sido arrebatado. Debería estar cantando La rabia del pueblo, pero el grito ¡EZLN, EZLN, EZLN!, repetido tantas veces, y la cabalgata acaparando la vista de todos, le restregaban que sus meses de espera habían sido en vano, sustituidos por una pista de disco, al que poco a poco el técnico de sonido le fue bajado el volumen. Seguramente Keny nunca imaginó que esperaría medio año en Chiapas para quedar cruzada de brazos entre un pequeño público que se conmovía fácilmente.


¡Quién sabe qué pensó Keny! Nunca le pregunté. Tal vez se conformó con analizar los múltiples símbolos de aquella ceremonia, mismos que describiré aquí para que no se pierdan en la nebulosa de la selva y de la historia, y porque, además, esa noche el sub Galeano nos dejó la tarea de escribir la crónica de lo que pasó en el evento y, hasta hoy, nadie lo ha hecho.

Terminado el performance del revolucionario a galope, se cantó el himno del EZLN, para luego organizarnos en filas frente al templete, detrás de un grupo de sillas que nos pidieron no ocupar. El comandante Tacho nos dio la bienvenida. Comentó que, en efecto, la muerte de Galeano había sido por el gusto que tenía el mal gobierno de confrontar entre sí a los campesinos y de matarlos a manos de paramilitares. Después, cuando el subcomandante Marcos explicó cómo había muerto el Pirata: a manos de campesinos de la misma comunidad, de ahí, de La Realidad, y que no había sido a balazos sino por un ataque tumultuario que finalizó cuando una mujer lanzó una roca directo a la cabeza del maestro, la tristeza invadió el espacio.

Formada tras de mí, Keny nos miraba con curiosidad, como diciendo: “¿este movimiento es así?”, “¿siempre lloran cuando se congregan?” En el embelesamiento de nuestras lágrimas estaba, cuando una chica la confrontó:

     —¡Deja de mirarme! ¡No quiero pelear contigo!

     —¿Y por qué quieres pelear conmigo?

     —¡Porque eres una problemática! ¡Solo has venido a causar bronca! ¡Deja de verme!

El pleito era demasiado personal. La hip-hopera quería saber por qué la despreciaba tanto. La chica, una de woki toki, le lanzó repetidas ofensas. Keny contestó que “ahora lo entendía todo”; que “la Secta” era obediente “con los zapatistas de arriba”, pero intolerante con “los zapatistas de abajo”.

     —¡No puedo creer que hayan ido a sacarme de la selva sólo porque decidí irme por mi propio pie, que me hayan buscado por no darles el gusto de expulsarme de la caravana! ¡Ustedes tienen todos los rasgos de quien aspira al poder: se arrastran ante el más poderoso y se ensañan con el más débil! ¡Qué miedo les da la libertad del otro! —replicó Keny.

     —¡Cállate, tonta! —respondió la activista antes de que yo arrastrara a la cantante hasta la tumba de Galeano.

Habíamos avanzado de nuestro sitio, bajo la instrucción de resucitarlo. Cada uno, con una piedra en mano, tomada del templete, nos condujimos en fila india afuera del caracol, hasta la casa del maestro y depositamos la roca sobre su sepulcro, instalado en el patio de su casa. “¡Vive!”, le dijimos cuando soltamos la piedra. Yo sentí que el corazón me dio vueltas y el estómago se me perforó. Los rostros de Mirta, de Keny y del Doc, palidecieron al presenciar la tumba con la pila de piedras, ante la tristeza de la joven familia de Galeano: su mujer y sus hijos, al pie de la cruz, quienes agradecieron la visita cuando depositamos nuestra carga. Nos brotaban lágrimas en oleadas, las que secábamos para volver a soltar en minutos.

Desde otras casas de la misma Realidad asomaban cabezas curiosas. Era gente de la CIOAC-H. Nos observaban con cautela y sin llanto. El dolor se transformó en coraje. ¡Malditos! ¡Mil veces malditos!

Aquella ceremonia y la consigna coreada al inicio del evento cobró sentido cuando, nuevamente sobre el templete, el subcomandante Marcos leyó una carta triste y pausada: Entre la luz y la sombra, en la que refirió sus últimas palabras en público “antes de dejar de existir”. Habló del remplazo generacional, necesario para seguir la lucha; del camino que se abría a los medios de comunicación libres, a partir de ese momento; del “personaje Marcos”, que en realidad era una botarga”, y de cómo ellos, los zapatistas, habían tomado la decisión de matarlo. Aquellas sillas vacías, colocadas bajo el templete, eran la muestra del relevo. Debíamos tomar el lugar de los que habían muerto.

Pensamos que es necesario que uno de nosotros muera para que Galeano viva. Y para que esa impertinente, que es la muerte, quede satisfecha. En su lugar de Galeano ponemos otro nombre, para que Galeano viva y la muerte se lleve no una vida, sino un nombre solamente, unas letras vaciadas de todo sentido, sin historia propia, sin vida. Así que hemos decidido que Marcos deje de existir hoy. Pronunció por último el subcomandante Marcos. Era como si el cielo hubiera ensayado aquella escena porque se desfundó cuando el subcomandante expiró con el último destello de luz sobre el escenario. Nos abrazamos entre lamentos. ¿Era posible? El sub se retiraba. ¡No volveríamos a verlo! Bety, Keny, Mirta y yo nos abrazamos, empapadas las ropas con una extraña mezcla de dolor, de lágrimas y de lluvia. Se iba el revolucionario de nuestra generación; aquel que nos había inyectado las fuerzas para rebelarnos, el que separó las aguas del tórrido mar para dar voz a los indígenas. Lloraban los compas llegados de todo México. Lloraba Mario Luna, su nueva novia, Anahí, y Librado Valenzuela. Lloraba el chico de la sudadera gris de Xochicuautla. Lloraban las decenas de Sextas ignoradas a la sombra de la gran Secta: los que nunca tuvimos el privilegio de ser escuchados porque no éramos de las redes altermundistas extranjeras; los que pelamos en las orillas, en colectivos desconocidos, en sitios sin protagonismo; los que nunca nos comunicamos con Sergio Rodríguez porque nunca tuvimos su teléfono; los que nunca cargamos woki toki y solo estábamos ahí en espera de instrucciones. Lloramos los que no merecíamos ser llamados “los nadie” porque simplemente éramos “nada”. Lloraba Keny, que no cantó La rabia del pueblo, y lloraba Mirta, que se había tatuado a la comandanta Ramona en la espalda.

El subcomandante moría.

El dolor duró poco, sin embargo, porque cuando el cielo escampó en la oscuridad, las luces comenzaron a encenderse y con ese resplandecer de focos resucitó Galeano. Había causado efecto la palabra “vive” sobre su tumba: el subcomandante Marcos se metamorfoseó. Y el antes llamado Marcos, ahora nombrado Galeano, subió al escenario para vencer a la muerte. Era tal la excitación de ese día, la subida y bajada de emociones, que la resurrección del sub nos colmó de felicidad: ¡la siembra había dado cosecha! Reímos, bailamos en nuestro sitio, saltamos de gozo; ¡volvimos a abrazarnos!

Una vez pasado el entusiasmo, cenamos el atún que había preparado desde temprano, brindamos con refresco y nos acomodamos sobre las cobijas, todos amontonados. Afuera del galerón, los medios libres a cargo de la nota del evento, se hacían bolas para ver cómo narraban el proceso.

     —¿Será cierto que el sub se despide para siempre o empezará a presentarse como Galeano? —pregunté, recostada al lado de Bety Amor, mientras Keny me quitaba las botas de lluvia.

     —Sería una payasada que se presentara con un nuevo nombre, ¿no crees? —dijo Bety. —Se retira y ya: cerró su ciclo.

     —No lo creo —dijo Mario Luna a Anahí. —Sería mucho venir hasta acá para que salga con eso.

     —¡Ni que fuera Munra el inmortal! —gritó una voz desde el fondo de la galera.

Antes de partir a la mañana siguiente, preparé con Librado el último café que me quedaba y serví tostadas con frijoles.

Keny se acercó antes de que guardara todo y me susurró en secreto:

     —Como a las dos de la mañana me mandó a llamar el subcomandante Marcos. Quería que fuera a verlo a su tienda de campaña para hablar en privado. ¿Cómo ves? Pero no fui. Me quedé dormida en mi nave espacial.

Vi cierto orgullo en su mirada y en su sonrisa burlona.

     —Keny, eres libre —le dije, y la abracé.

Guardamos nuestras cosas y salimos del caracol cargadas de nuestro equipaje. Yo, con las bolsas del mandado vacías.

En nuestro pequeño grupo, Bety, el Doc, Mirta, Keny y yo, nos sentamos sobre unas rocas a fumar los últimos cigarrillos y a contemplar la retirada de la caravana. Vimos a los woki tokis nerviosos dar órdenes. “¡Vámonos, se nos hace tarde!”, “¡Corran, que se nos va el día!”, “¡Compañero, deja de platicar!”, “¡Ya, arriba! ¡Todos al camión!”

La Sexta nuevamente acarreaba a la gente: ¡vamos!, ¡vamos!, ¡vamos!

En ese ajetreo, ¿será que alguien dio la señal errada para que la camioneta arrancara? ¿Será que el joven de la sudadera gris del colectivo de Xochicuautla no alcanzó a sostenerse? ¿Será que de por sí era poco diestro y las prisas con que lo aceleraron le hicieron una mala jugada? ¡Quién sabe qué sería, pero se resbaló de la camioneta y cayó de nuca! Vimos cómo rebotó en el piso. El Doc corrió a verlo. El chico empezó a convulsionarse. Echó espuma por la boca. Lo vimos caer. Lo vimos acercarse a la muerte. La gente de la CIOAC-H también vio el accidente desde sus casas; se llevaron las manos a la boca. A los días supimos que el joven de la sudadera gris se había ido de este plano: que también iban a sembrarlo. Se llamaba David Ruiz García. No sé en quién habrá resucitado.

El camino de vuelta a la ciudad fue sereno y triste. Los woki tokis no volvieron a aparecer en el trayecto. A partir de esa fecha la Sexta de San Cristóbal de Las Casas no volvió a hacerse cargo de otro recorrido largo. Había sido una experiencia penosa; doliente.

Yo nunca me relacioné con la Sexta, pero sé que al tiempo se deshizo. Siempre vi todo a la distancia, a veces como activista, otras como antropóloga o periodista. Esa vez pude ver muchas cosas como señora de la comida. Pude ver, por ejemplo, que nos fuimos con el corazón apagado.

AQ

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