Mario J. Molina: guardián de la estratosfera

Mis días con los Nobel

El Nobel de Química de 1995, otorgado al científico mexicano, quien lo ganó con Sherwood Rowland y Paul Crutzen, fue una victoria de la sociedad sobre la indolencia que prevalecía ante los problemas ambientales de ese momento.

Mario Molina recibió el Nobel de Química en 1995. (Foto: Javier García)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

Una mañana de noviembre sonó el teléfono. Era un buen amigo, Alfonso de Maria y Campos (qepd). “¿Te gustaría conocer a nuestro flamante premio Nobel?”, me dijo. No dudé un instante. Más temprano que tarde, me encontraba ya esperando el momento de nuestra primera cita en una de esas casas de huéspedes cercanas al Instituto Tecnológico de Massachussetts (MIT), institución donde Mario laboraba en ese entonces.

Dado que él había sido invitado como asesor del presidente Bill Clinton, debía viajar a Washington siempre que se le requiriera. Eso alargó mi estancia y dificultó la continuidad del relato en favor del planeta que Mario deseaba comunicar, tanto a los que toman las decisiones en la industria y el gobierno, así como a las nuevas generaciones, quienes tendrán que cargar con el lastre causado por mirar la naturaleza como un gran pastel y un botín de guerra, sin medir las consecuencias. Aun así, a lo largo de varias semanas Mario se las arregló para recibirme, a veces en horas inopinadas: seis de la mañana, diez de la noche... Aproveché entonces el tiempo y me zambullí en las magníficas bibliotecas de la ciudad. De esa manera estuve en posibilidades de documentar el relato, apasionante, sobre la lucha de los gladiadores del ozono a lo largo de medio siglo. El resultado fue un libro, Nubes en el cielo mexicano. Mario J. Molina, pionero del ambientalismo (Santillana, loqueleo), que él apreció sobremanera y ha merecido numerosas reimpresiones a lo largo de los años.

“Lo nuestro no era un asunto meramente intelectual”, me aseguró él, “cuando, en 1974, terminé de hacer los cálculos sobre las reacciones químicas que se estaban produciendo en la atmósfera alta de la Tierra, comprendimos Sherry y yo la urgencia. Se trataba de un asunto que sobrepasaba las vanidades academicistas”. El año siguiente se prohibió en los Estados Unidos el uso de aerosoles propulsados por clorofluorocarbonos (CFCs), pero los reglamentos ambientales conformaban más bien una lista de buenos propósitos que de realidades en ejercicio. Este compuesto químico, el CFC, muy utilizado en refrigeradores caseros, resultaba ser el responsable del adelgazamiento en la capa ozono troposférico, sobre todo en el polo sur. No faltaron las descalificaciones, las réplicas tendenciosas. Mario y su tutor, Sherwood “Sherry” Rowland, fueron vituperados, amenazados, alguna empresa afectada intentó sobornarlos. La primera persona que comprendió la gravedad del asunto fue el entonces periodista de New York Times, Al Gore. Ahora Mario tenía un aliado de las causas ambientales en la Casa Blanca.

El Premio Nobel de Química de 1995, otorgado también a Sherry y a Paul Crutzen, fue una victoria de la sociedad sobre la indolencia que prevalecía respecto de los problemas ambientales a escala mundial en ese momento, la turbulenta década de 1970. Al confirmarse, en 1986, que, por desgracia, los cálculos de Mario eran acertados, hubo un avance crucial en el entendimiento de algo aparentemente lejano e inamovible, como son las capas superiores de la atmósfera terrestre, por lo que ahora sabemos mucho más acerca de los cambios sutiles y las consecuencias en el clima global.

A medida que pasaban los días pude imaginar los caminos retorcidos, las encrucijadas y los obstáculos que tuvieron que sortear él y Sherry Rowland tres décadas antes de obtener el Premio Nobel. “Dejé la UNAM porque no había química pura, solo aplicada”, recordó Mario. “Hice una maestría en Friburgo, pero tampoco quedé satisfecho. Fui un poco diletante en París, si bien asistía de oyente a clases universitarias de matemáticas y física. Fue en Berkeley donde cambió mi vida, pues conocí a una leyenda de la química, George C. Pimentel. Más tarde entré en contacto con Sherry; mantuve con él una amistad profunda, creativa”. Sherwood Rowland era un gigantón que había ganado el campeonato nacional de basquetbol con la Universidad de Chicago, bueno en su profesión como químico, aunque nada del otro mundo. Los Harlem Globetrotters le ofrecieron un contrato jugoso, pero, a pesar de que aún estaba lejos de toparse con el tema que lo llevaría a ganar el Nobel, rechazó la tentadora oferta por seguir en la investigación científica.

La epopeya del ambientalismo pasa por la labor incansable de Sherry y Mario. Poco antes de la Conferencia de París estuve con este último en la Fundación que lleva su nombre. Se sentía animado, pues no olvidemos que fue su investigación del Nobel lo que empujó a los gobiernos del mundo a empezar a hacer algo. Así, se llevó a cabo la Conferencia de Montreal en 1987 y, en 2015, se firmó el Acuerdo de París. Por desgracia, la Conferencia Mundial sobre el Cambio Climático de noviembre de 2021, llevada a cabo en Glasgow, fue un pálido reflejo de la herencia de Molina, Rowland y Crutzen.

​ÁSS

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