Lourdes pasó de mentarle la madre a Dios a darle las gracias por la ajetreada vida que le dio. Una vida tan extraordinaria como admirable que descubrí hace diez años, en la equina de Aztecas y Fray Bartolomé de las Casas, gracias a Alfonso Hernández, el cronista oficial de Tepito, quien nos había llevado al cartujo del que soy discípulo y a mí hasta el corazón del barrio para dejarnos deslumbrados con una mujer muy chambeadora y cábula.
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Valiente y chingona. Ex alcohólica, ex drogadicta, ex ultra desmadrosa y ex sirvienta. De voz ronca, cuerpo moreno y delgado, ojos muy expresivos, cejas luciferinas, boca de lenguaje florido que no sabía callar, cabellera injertada “pero bien negra y larga”, dos brazos fuertes, un pie operado, un fundillo y unas chichis bien puestas. Un cáncer que le hacía los mandados. Una misa de quince años en el Vaticano con fiesta en Viena y vestido de la emperatriz Carlota. Hartos años de comerciante de ropa y películas y discos piratas entre varios operativos policiacos. Un montón de viajes por casi todo el mundo. Habitante de un barrio emblemático y mundialmente famoso que le había dado todo pero que también le había quitado. Madre de una sobrina, hija de una familia de mamá muy dura, papá muy dulce y hermanos muy desmadrosos. Campeona invicta de albures y, sobre todo, una mujer muy cabrona. “Una cabrona de siete suelas”. Es decir: oro puro para un pinche reportero que se vería muy pendejo si no le echaba huevos para contar su grandiosa historia.
Conseguí hacerlo gracias a su generosidad y a semanas enteras que pasé su lado. Lourdes Ruiz Baltazar, nacida en 1968 (“un año muy cabrón y a lo mejor eso influyó en mi destino”), me permitió estar con ella en su puesto, en su casa, en sus talleres de gramática leperezca, en las calles donde jugaba cuando era niña, en la vecindad donde nació. Siempre hablando a calzón quitado, dándome cuenta de los putazotes que le había dado la vida y de cómo se había levantado (“porque la vida es de huevos, manito”) y carcajeándonos sin pausa ni pudor. “A mí todo el mundo me ve muy alegre, pero pus nadie sabe lo que tiene el costal más que el que lo carga”, decía, y enseguida abría las compuertas de su memoria y dejaba ver su capacidad de superación y su enorme calidad humana.
A los nueve años se dio un golpe en la ingle mientras jugaba en el barandal de unas escaleras. A los doce le diagnosticaron cáncer, los médicos le extirparon los ovarios y la matriz y ella nunca le perdonó a su madre que hubiera dado el permiso (“porque con eso se acabó mi idea de tener hijos”). No disfrutó sus XV Años porque le habían dicho que a esa edad se iba a morir. Probó las drogas, aprendió a alburear (“entre la chanza y la risa, ¡les clavo la longaniza! Y sin mentar madres, ¿eh? El albur es ingenio y juego de palabras”).
Las broncas del barrio acabaron con dos de sus hermanos a balazos. Una de sus hermanas le quitó al que pensaba que era “el hombre de su vida”. Luego se reconcilió con su madre, “con mucho cariño, dejando atrás cualquier rencor”. Se las arregló para piratear películas y cedés. Después, iba a surtirse de ropa al Canal de Panamá. Con sus ganancias recorrió un titipuchal de países y se compró un departamento en la mismísima Fortaleza del barrio bravo, con tres recámaras que elegía para dormir de acuerdo a su estado de ánimo: “si estoy triste o desesperada o melancólica, la rosa. Si tengo que solucionar algún problema, personal o económico, la verde. Pero si me siento la gran mujer, la gran señora, la súper chingona, la dueña del mundo, me voy a la roja con dorado, que es la de alto pedorraje”.
Explotando su ingenio, se hizo famosa y hasta se convirtió en un icono de la cultura popular chilanga. “Mi vida no la he vivido, la he corrido. Pero he superado un montón de cosas y ahora nada ni nadie me baja la autoestima. Es más fácil que me bajen los calzones. Aunque, la verdad, ya tengo desconectado el fundillo del corazón”, sentenció en una de nuestras charlas, en medio de su ajetreo cotidiano. Porque Lourdes nunca descansaba. “Ya descansaré cuando me muera”, repetía. Pero antes quería verse viejita, caminando a paso lento con un bastón de toques, “pa’ que no se me acerque ningún hijo de la chingada”. Ya no podrá ser. Ya está descansando.
¡Órale, manita! Allá donde estés: cuídatelo. Pero el espíritu, ¡a lo demás dale fuego!
LVC | ASS